Marguerite Yourcenar
En la imagen: The Day After, de Hong Sang-soo
En la imagen: The Day After, de Hong Sang-soo
En las imágenes: Cielo rojo (Afire), de Christian Petzold
Hay algo implacable en esta película. Una especie de honestidad brutal que talla cada diálogo, cada encuadre, cada accesorio de la puesta en escena. Hasta el título mismo, "Una mujer en bata", se precipita como una sentencia psiquiátrica: esta mujer está deprimida. Amy ya ni tiene ganas de vestirse porque, seguramente, sólo quiere que llegue la noche para volver a la cama. Nada de lo que ocurre durante el día tiene sentido para ella. Salvo, quizás, ese juego sobre moda que cada mañana sale en el diario. En pleno vértigo del desayuno, Amy se sienta a completar el formulario del concurso, se distrae y se le queman las tostadas o los huevos. Todos los días. Es una fija. Y es un síntoma.
Hijo y marido le reprochan el desorden permanente en el que viven. Nadie percibe la tristeza de Amy porque ella se dibuja una sonrisa y no hace más que correr de acá para allá tratando de concretar los deberes hogareños. Coser un botón, planchar la camisa gris, preparar la cena. Pero nunca llega, de allí que su ansiedad nos resulte tan abrasiva. ¿No llega porque no puede? ¿O en el fondo no lo desea? El departamento es un caos, sí, pero es un caos que se traduce en goce visual para el espectador, gracias a la vehemencia del realizador J. Lee Thompson.
Lo que permite el desorden es, precisamente, visibilizar el trabajo doméstico. El director organiza cada plano para que los objetos se impongan y vibren en tensión con los personajes, triturando esa engañosa “mística de la feminidad” con la que el patriarcado pretendió promover la supuesta dicha del ama de casa. Estrenada en 1957, esta película se revela como una extraordinaria ilustración del libro que Betty Friedan publicaría seis años después. Reducir a la mujer al círculo hogareño y limitarla a cumplir las tareas de madre, esposa y criada, sólo puede llevar a la frustración y la deshumanización. Como escribió Friedan, las mujeres estaban predestinadas a conformarse con una «dulce y guarecida falta de ser - the gentle nothingness».
Hace rato que Amy dejó de creer en esa mística, y de hecho parece combatirla inconscientemente, con su bata, con sus despistes, con su “abandono”. Pero al mismo tiempo intenta sostener el barniz, quizás por instinto de supervivencia, o simplemente porque no sabría hacer otra cosa. Sube el volumen de la radio para llenar el ambiente con melodías alegres, como para emular las certezas afectivas de una sitcom tipo “I love Lucy”, y trata de ponerle onda a las faenas cotidianas. Ante el pedido de divorcio de Jimbo, Amy vuelve a apostar a la performance como último recurso: un vestido lindo, peluquería y un whisky de regalo. Que todo quede estropeado por la lluvia y la mala suerte puede sentirse demasiado cruel en una primera impresión, si hasta incluso en plena calle los escobillones parecen perseguirla como una irónica condena. Es muy dolorosa toda la secuencia, es cierto, pero nosotros siempre supimos que el plan romántico no podía salir bien. No hay un esmalte mágico que oculte lo que está esencialmente quebrado. Tampoco hay llave maestra para salir de la prisión.
Porque el esposo también está atrapado, ya desde la primera vez que lo vemos llegar al edificio donde vive Georgie. La imagen de un personaje encerrado dentro del encuadre, ya sea por líneas, objetos u otros marcos interiores, debe ser la metáfora visual más extendida y reiterada en toda la historia del cine. Y Thompson confirma en su film que nunca vamos a cansarnos de admirar estas composiciones cuando están bien concebidas y justificadas.
Jimbo intuye que su compañera de trabajo está enganchada con él por capricho, o por la mera curiosidad que implica salir con un hombre casado y jugar a ser la competencia de otra mujer. No cree que el affair pueda tener un futuro sólido, y además el remordimiento no le permitiría vivirlo en plenitud. Los amantes no sólo aparecen enjaulados (ahí al menos pueden respirar entre los barrotes), sino que el realizador también los aísla adentro de cajas oscuras, asfixiantes, y más de una vez sentimos que sus cuerpos están a punto de ser prensados. La presión en estos ceñidos espacios es directamente proporcional a la culpa del varón ante la perspectiva de dejar a su familia. Por sobre todas las cosas, Jimbo tiene miedo. Y como afirma Borges en su cuento «La señora mayor», “las metáforas comunes son las mejores, porque son las únicas verdaderas”.*CINEMATÓFILOS es un newsletter de suscripción gratuita. Cada semana, a través del e-mail, a ustedes les llega una película, el link para verla o descargarla, y un texto con información y análisis. Para recibir la publicación sólo tienen que dejar su nombre y dirección de correo electrónico ingresando acá: https://cinematofilos.substack.com/subscribe
Gilles Deleuze plantea, en su libro “La imagen-tiempo”, que en la década del ‘40 empieza a afirmarse una nueva forma de concebir las imágenes fílmicas. La guerra y sus consecuencias han quebrantado la confianza en el accionar humano, y los sujetos se sienten abrumados. Antes de seguir, antes de cegarse, para ser capaz de volver a creer, es fundamental que el hombre primero reconstruya sus lazos con el mundo. Entonces, el ritmo narrativo se detiene para mostrar a un personaje que se dedica a observar. Notamos que el tiempo pesa sobre la imagen, porque “el alma del cine necesita cada vez más pensamiento”.
Los personajes se descubren desolados y muchas veces sólo se limitan a ver y escuchar, porque ya no saben qué hacer. Lo que define al neorrealismo, según el pensador francés, es un ascenso de las “situaciones ópticas y sonoras puras”, en donde el personaje “más que reaccionar, registra. Más que comprometerse en una acción, se abandona a una visión, perseguido por ella o persiguiéndola él”.
Esta idea deleuziana, que ya se ha vuelto central a la hora de estudiar la gramática del cine moderno, aparece notablemente encarnada en esta escena de IL BANDITO, la película de Alberto Lattuada que trajo la última entrega de “Cinematófilos”. Y se estrenó en 1946, en plena expansión del neorrealismo, el mismo año de Paisà de Rossellini, y dos años antes de emblemas como La tierra tiembla, de Visconti, y Ladrones de bicicletas, de De Sica. Sin embargo, como bien explica Andrés en el newsletter, con el correr de los años el nombre de Lattuada quedó opacado detrás de la trascendencia de tantos otros cineastas rutilantes (Deleuze no lo menciona en su libro).
Después de la guerra, Ernesto (Amedeo Nazzari) vuelve a su barrio, al edificio donde vivía su familia, para encontrarlo totalmente destruido. Quizás el hecho no lo sorprenda: son sólo otras ruinas que se suman al paisaje de una Italia devastada. Pero la clave es que la enunciación no lo naturaliza: conjugando la mirada subjetiva y la objetiva, la cámara captura detenidamente el espacio con una panorámica para regresar al rostro resignado del personaje, en una poderosa fusión de percepción, afecto y documento.
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