En pocos días, el 9 de abril, se cumplirá un nuevo aniversario del
fallecimiento del notable cineasta argentino Leopoldo Torres Ríos. Su hijo,
también llamado Leopoldo y también realizador, le dedicó este texto que descubrí en un libro de poemas algo olvidado, hallado hace muy poco en una librería de usados.
PROSA NECESARIA
Por Leopoldo Torre
Nilsson
Muchas cosas perdí
cuando perdí a mi padre: un culto entusiasmado y permanente por la
amistad afectiva; un auténtico depositario de dudas con la respuesta
más justa para todos los problemas que hacen al comportamiento
humano; una suerte de compañero apasionado para la visión de
películas, el comentario de libros o hechos, o la más fortuita de
las vivencias.
Después de su
muerte tuve por mucho tiempo la sensación de que no podía volver a
gustar de casi nada, ni de una buena comida, ni de un buen libro, ni
de un buen film, ni de un buen partido de fútbol. Desde el momento
de su muerte hasta hoy, no he podido saborear casi ninguna cosa buena
sin la tristeza de no poder compartirla con él.
Mi padre era
posiblemente el único hombre que he conocido que podía tener una
vitalidad y un entusiasmo tal como para poder modificar gustos,
costumbres y apetencias de otro sin proponérselo y sin hacerlo
evidente. Hubo un grupo humano compuesto por más de doce personas
que durante años se reunió casi todos los días de la semana y que
no se volvió a reunir ni un solo día después de su muerte.
Hay personas que al
morir hacen desaparecer como un entorno, un paisaje, un modo de vida:
mi padre se llevó algo más que su propia vida con su muerte.
Sé que se llevó
mucho de la mía. Mientras él vivía yo me sentí joven y capaz de
muchos de los actos que le dan sabor a la juventud y que son como la
consecuencia del coraje irresponsable, la alegría absoluta e
irreflexiva; después de su muerte en cambio sentí que todo ya
estaba dispuesto para la madurez, la reflexión cobarde, la medida
alegría.
Me llenó de
conocimientos sin darme más ejemplo que los hechos; supo ser
imperfecto y justo, arbitrario y bueno. Se sabía un director
excepcional y talentoso y sin embargo tenía una humildad que
marchaba a la par de un pocas veces extrovertido orgullo.
Nunca ganó mucho
dinero, pero supo gastarlo a manos llenas. Porque era tanto su
entusiasmo vital que en sus bolsillos los vintenes sabían a monedas
de oro.
Escribiendo estas
líneas me doy cuenta nuevamente de la enorme fortuna que me dejó
este fabuloso testamento de su vida.
Y me doy cuenta
también de que me va a ser difícil encontrar a alguien más porteño
y más español y más castellano y más gallego. Y más de Barracas
y más del Centro porque entre ecuménico y jovial parecía llevar
permanentemente impresas en sus palabras y actitudes el sabor de los
sitios que le habían venido en la sangre o que había habitado.
Mi padre murió el
nueve de abril de 1960 cerca de la medianoche. Acababa de cumplir
sesenta años.
Fue joven, un
muchacho, un amigote y un maestro hasta el mismo nueve de abril de
1960 a las seis de la tarde, en que lo vi por última vez.
Texto publicado en
el libro Contar pérdidas (Nemont Ediciones, Buenos Aires, 1977)
Para ver en YouTube:
- El crimen de Oribe
(1950), la experiencia que encontró a padre e hijo dirigiendo juntos
una adaptación de un relato de Adolfo Bioy Casares.