“Por cierto que de
este mundo no podemos caernos.
Estamos definitivamente en él.”
Christian Dietrich Grabbe*
Christian Dietrich Grabbe*
Darlo vuelta. Lo primero que vemos en la película es
el breve plano de un avión en ascenso. Y luego, un pezón. Una mujer se levanta
de la cama, mareada, inestable, y camina totalmente desnuda por una habitación,
buscando sus prendas. Su cuerpo llama la atención, no sólo porque es bellísimo,
sino porque el tiempo que el relato le dedica a esa desnudez no es algo común
dentro del cine mainstream. Hablamos
de unos segundos apenas, y en ese momento quizás no seamos del todo conscientes,
pero esa decisión de puesta en escena intenta trascender la simple sensualidad (o
la provocación, si quieren) para imponerse como un acto de franqueza, un pacto
de cercanía que anticipa el verdadero tema de El vuelo (Flight): el dolor de estar irremediablemente expuestos, sin
abrigos, ni control, ni consuelo. La
inversión de expectativas es sólo una de las diversas maniobras sorpresivas que contiene la película,
pues el trailer nos había preparado para las curvas de un film catástrofe y de
repente uno se encuentra sumergido en la desolación de un hombre adicto al
alcohol. Y no hay secuencia de acción que pueda superar el espectáculo de esa
primera y caudalosa lágrima que vierte Denzel Washington cuando despierta en el
hospital y le comunican quiénes murieron en el accidente.
Act of God. Más allá de este bienvenido
desplazamiento de géneros (agreguemos que John Goodman aparece dos veces
trayendo la comedia pura en su mochila), toda la narración de la película es
absolutamente diáfana y sincera. Y ya desde el comienzo, a través de un montaje
paralelo, el film advierte que por allí también ronda Nicole (Kelly Reilly),
una chica adicta a la heroína que terminará involucrada con el protagonista. Al
explicitar por adelantado ese cruce dramático, Zemeckis parecería asumir que como demiurgo detrás de la fábula él puede conocer y predecir los destinos de los personajes, mientras
la historia en sí misma postula que en lo real sucede justamente lo opuesto: hay
que convivir con el azar y el absurdo. La narración jamás especula ni oculta la información
esencial sobre la conducta del capitán Whip Whitaker (Washington), y es por eso
que uno se siente tan absorbido por este relato, que logra convencernos
siempre, incluso frente al delirio del vuelo invertido. Es lícito pensar que el vodka y la cocaína fomentaron en parte el arrojo y la lucidez del héroe para franquear
los límites de lo factible. O tal vez no, quién sabe. Lo que queda claro -para
el espectador agnóstico, al menos- es que casi cien personas se salvaron
gracias a un hombre que tomó las decisiones correctas en el instante preciso. Otros
prefieren hablar de un milagro. Pero... "¿qué tuvo
que ver Dios en esto?", se pregunta Whip mientras en el fondo del cuadro
vemos la cúpula de la capilla que quedó destruida por el aterrizaje forzoso. Y
ahí recordamos la escena en la que el ala del avión le arranca literalmente la
cruz a la iglesia, un momento que Zemeckis elige mostrar en cámara lenta, aun
cuando eso implica frenar el ritmo de la vertiginosa caída. Podría deducirse
que con ese gesto la película anula la posibilidad de la fe religiosa. Pero
también podría ser todo lo contrario.
Wilson. Debe ser que a Dios lo necesitamos en la ficción,
aunque sólo sea como un personaje más, como función o compulsión. Dios mete su
cola en esta historia y se calza distintos trajes con sigilo, casi sin que nos
demos cuenta. Para algunos, los mortales no somos más que dados sacudidos en un
cubilete planetario, y lo único que Dios puede darnos es la certeza del azar,
como dice el joven enfermo de cáncer en una de las escenas más memorables de la
película (“Perdemos demasiado tiempo
intentando controlarlo todo”). Para otros, hay que rezarle al Señor porque
él es el gran organizador, el tapón del caos: para muchos sobrevivientes el
accidente fue un prodigio divino que hay que leer desde la lógica de la
predestinación. Whip Whitaker no cree en nada ni en nadie, y sin embargo en su
desesperación final también recurre a Dios. Pero el dios del protagonista,
junto con todos los otros dioses que deambulan por el film, no hacen más que
replicar aquí el rol que la pelota Wilson cumplía en Náufrago: simplemente, se
trata de inventar un amigo con quien hablar. Imaginar que estamos un poco menos solos.
Denzel. Así y todo, Wilson también se
alejaba, y Tom Hanks volvía a estar solo y a la deriva. En Náufrago Zemeckis
suprime a Wilson para confirmar la intangibilidad del símbolo frente a la
soledad ontológica del ser humano. Hoy es una pelota, mañana será una fotografía,
mucho antes fue el sol. Pero ningún símbolo se sostiene sin voluntad, y a esto
también se refiere El vuelo. Y aquí
es cuando el director decide hacer foco en el cuerpo, pues frente a todos los
discursos que buscan darle peso al "espíritu", en este film la voluntad no puede
disociarse del cuerpo y su obstinada materialidad. ¿Qué puede hacer la razón
cuando el cuerpo se empecina en tironear para el otro lado? Nunca lo habíamos
visto a Denzel Washington así, tan titánico y a la vez tan frágil, con tanta tristeza
y con tanta necesidad de hundir la cabeza como una tortuga. Él, un actor de
porte volcánico, de grandes parlamentos, sonrisa insuperable y dicción contundente,
aquí muchas veces se ve obligado a hablar entre dientes, avergonzado, como cuando le pide a
una colega que mienta por él, cuando no lo vemos directamente mascullar
incongruencias mientras agita una botella vacía. Es extraordinaria toda la
secuencia en el hotel previa al temido interrogatorio: allí el
actor condensa en cada temblor toda la ansiedad del personaje y su subversiva abstinencia,
para llegar finalmente a ese plano brutal que lo muestra tumbado en el baño,
con un rastro de sangre que certifica su estado de inconsciencia. Denzel nos da
la espalda, casi no vemos su cara, pero uno no puede dejar de sentir sobre los
propios hombros la gravedad de ese físico inmenso y vencido que desde algún
lugar callado clama por auxilio, y al que a la vez sólo le queda resto para
entregarse al abandono. Es así nomás... de este mundo no podemos caernos.
* Christian Dietrich Grabbe en su obra Hannibal, citado por Sigmund Freud en El malestar en la cultura.
Esta reseña surgió de una charla sobre El vuelo que mantuve con el amigo Andrés Fevrier, autor del blog Cinematófilos. (¡Gracias por las ideas!).
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* Christian Dietrich Grabbe en su obra Hannibal, citado por Sigmund Freud en El malestar en la cultura.
Esta reseña surgió de una charla sobre El vuelo que mantuve con el amigo Andrés Fevrier, autor del blog Cinematófilos. (¡Gracias por las ideas!).