Texto publicado en 2008
Las películas de Ridley Scott son más
grandes que su firma. Los duelistas, Alien, Blade Runner y Thelma y
Louise son verdaderos emblemas de ciertos géneros y ciertas épocas,
cuyos sus títulos llegan a la memoria antes que el nombre del autor.
¿Alguien recuerda cuáles fueron los últimos films de Scott? Una
ayudita: Los tramposos, Cruzada, Un buen año... productos insulsos,
lánguidos. Ridley Scott no tiene un estilo distinguido, aunque a
veces pueda ser solvente. Scott no es garantía de buen cine, pero
ante un guión inteligente puede ser garantía de buen Hollywood.
American Gangster es el caso.
En el inicio del film, Bumpy Johnson
(Clarence Williams III) -el mafioso más respetado en los ’60
dentro de la comunidad negra de Nueva York- y su mano derecha, Frank
Lucas (Denzel Washington), caminan por las calles de Harlem. “Lo
que antes era una verdulería, hoy es un supermercado. Donde antes
había una tienda de dulces, hoy hay un McDonald’s”, dice con
nostalgia Bumpy antes de entrar en un enorme local de
electrodomésticos. Mientras de fondo suena un televisor con noticias
desde Vietman, Bumpy se queja porque las grandes corporaciones
desplazaron al hombre común, al intermediario, al que hacía de
puente entre la fábrica y el público. Es que la era del consumo se
ha instalado de forma irreversible, y hoy todo es más impersonal,
más frío. Mientras en otras partes del mundo se escuchan gritos de
libertad, en los grandes centros de poder los mecanismos del Capital
de tornan más sofisticados, porque finalmente consiguen volverse
invisibles. Lo mismo debe hacer el crimen organizado para estar a la
altura. “Ese es el problema. Así es cómo funcionan las cosas
ahora: ya no sabés en el corazón de quién clavar un cuchillo”,
dice Bumpy antes de morir. Es 1968. Frank Lucas se hace cargo del
negocio. Y lo hace con el porte y el cálculo de un prestigioso
empresario.
La historia de Lucas es fascinante y
eso solo ya justifica la visión de American Gangster. El guionista
Steven Zaillian (La lista de Schindler, Pandillas de Nueva York) tomó como
base un célebre artículo publicado en 2000 por el periodista Mark
Jakobson, en donde cuenta cómo este muchacho pobre, oriundo de
Carolina del Norte, se mudó a Harlem y se convirtió en un
narcotraficante multimillonario. Hay un aire épico en su figura,
aunque el film no pretende pintarlo como un héroe. Lucas era egoísta
y muy violento. Por supuesto, manejaba los códigos de la mafia.
Podía interrumpir un amable almuerzo con hermanos y primos para
salir a la calle y disparar en la frente de alguien que lo había
traicionado, para luego regresar a la mesa y continuar la charla,
sereno y elegante (como solo Washington puede hacerlo). Pero lo que
más le importaba era cuidar su marca, su producto: “Blue Magic”.
Era un tipo de heroína que Lucas compraba en Extremo Oriente,
gracias a una complejísima red tendida entre los productores de esos
países y los traficantes que llegaban en busca de drogas puras, todo
esto en el marco de la guerra de Vietman, en donde los militares
norteamericanos hacían los contactos para estas transacciones. Un
cuadro siniestro que la película narra con vigor, mientras en
simultáneo explica lo que sucedía en la vereda de enfrente con las
“fuerzas del orden”.
Porque la vida de la mafia no sería
tan plena sin una policía corrupta que la ampare. Y si un policía
decide no ser corrupto, le toca ser un marginal, como le ocurrió a
Richie Roberts (Russell Crowe), el responsable de investigar y
capturar a Frank Lucas. Roberts un día encontró un millón de
dólares en el baúl de un auto y decidió entregarlo porque, claro,
era dinero de origen delictivo. Este gesto le valió la burla y la
sospecha de todos sus colegas, pero él siguió siendo un buen
policía. Roberts parecía ser un personaje de perfil bajo (Crowe lo
interpreta en esa clave), pero como sujeto cinematográfico es
ambiguo y está lleno de matices. No fue un padre atento, era muy
mujeriego y tenía muchos amigos de dudoso prontuario. Estudió
abogacía porque creía en la ley. Nunca se vendió. Y fue el mismo
Lucas quien terminó colaborando en la denuncia de los policías
comprometidos con el crimen. Según informa el artículo de Jakobson,
hacia 1977, 52 de 70 oficiales que habían trabajado en la Unidad de
Investigaciones Especiales de la policía de Nueva York, estaban en
la cárcel o bajo proceso judicial.
“Jueces, abogados, polis,
políticos... si deja de entrar droga en el país, unas cien mil
personas se quedarán en la calle”.
Richie Roberts
Hermoso país Estados Unidos.
Mientras enviaba a miles de jóvenes a una guerra perdida, aniquilaba
a tantos otros con el mercado de las adicciones.
American Gangster jamás pierde de vista el contexto histórico y
social en donde transcurre la anécdota, y esta es la principal
virtud de la película. Scott y Zaillian se plantearon un relato
robusto y detallista, estructurado en secuencias breves y veloces que
agilizan la narración sin por ello caer en la confusión o el
vértigo gratuito. Scott no se regodea en la violencia, aunque sí
incluye inquietantes imágenes de jeringas penetrando venas, o de
cuerpos que yacen intoxicados en las precarias casas de Harlem, o
flashes de la guerra, o de un Nixon alarmado por el flagelo de la
droga. Imágenes que dicen mucho sobre los intrincados años setenta.
Los problemas del film vienen por el
lado de los personajes, que son demasiados, algunos de ellos
importantes pero con poca presencia en pantalla, aun cuando están
encarnados por actores de talla, como es el caso de Chiwetel Ejiofor
(Dirty Pretty Things), que interpreta al hermano menor de Lucas. Con
otros personajes la película desliza una leve caricaturización: el
mejor ejemplo es la banda de policías malos que encabeza el
detective Trupo (Josh Brolin, de espeso bigote), todos con camperas
de cuero y mueca jactanciosa.
Pero son falencias menores. La potencia
del relato palpita en los dos personajes principales, ambiciosos y
pujantes ambos, con objetivos definidos, aunque todo el tiempo se
vean jaqueados desde distintos frentes. El film explota todos los
recursos dramáticos que permite la narración de dos historias en
paralelo, empezando por un sabio trabajo de montaje a cargo de Pietro
Scalia. Es cierto que algunos ecos de El Padrino o Sérpico por
momentos parecen resonar durante la proyección, pero esas inevitables
referencias no restan personalidad a American Gangster, que es
efectiva por ser tan rigurosamente clásica en su registro de la
acción. Gran película.