martes, 5 de marzo de 2019

Recuerdos de un barrio soñado (adiós a Luke Perry)


Dedicado a mis hermanas: Florencia, Evange y Viki.


Murió Luke Perry. Así, de golpe, a los 52 años. Muy joven. Para quienes fuimos adolescentes en los '90, este nombre tiene un único significado: Dylan, el novio de Brenda, el morocho de Beverly Hills 90210 con un aura a lo James Dean. Pasaron casi 30 años. Muchas cosas -quizás demasiadas- cambiaron en estos 30 años, sobre todo en lo que respecta a nuestro vínculo con la ficción televisiva.

Canal 13 empezó a emitir Beverly Hills en 1992, los viernes a la noche. En aquel entonces la serie no estaba disponible a nuestro antojo, como ocurre hoy con Netflix. Había que esperar cada capítulo. Y cuando el capítulo terminaba, había que esperar hasta la siguiente semana para ver el próximo. Sabíamos lo que era experimentar ese anhelo. Los viernes eran distintos, ya desde que arrancaba el día. Las horas en la escuela se soportaban con otro ánimo, porque más tarde teníamos Beverly. Llegaban las nueve de la noche, nos sentábamos ansiosas con mis hermanas frente al televisor, y en general papá y mamá también se enganchaban.

¡Qué cochazos que tienen estos pibes!”, decía mi papá, y creo que él hoy sigue recordando qué modelo de auto usaba cada personaje. Yo jamás logré distinguir un Porsche de un Corvette, pero bueno... no es lo mío. Sí era consciente de que los protagonistas de la serie tenían muchísimo dinero, y el solo hecho de que esas chicas y chicos fueran al colegio secundario manejando sus propios autos ya era algo bastante delirante para nosotras. Era otro planeta. 

Y a la vez no lo era. Era pensar el amor, el sexo, la soledad, la responsabilidad, la desilusión.

Brandon y Brenda Walsh eran los mellizos protagonistas de la serie, que venían desde la fría Minnesota a instalarse en un barrio californiano carísimo. El sueño del ascenso social en su máxima expresión (aunque hoy ni recuerdo cuál era la profesión del padre de la familia, ni por qué ellos habían dado ese salto económico). Los Walsh eran humildes en comparación con un entorno poblado de descapotables de lujo, veleros y casas increíbles. Beverly Hills 90210 era una fantasía que nunca pretendió ocultar esa condición, una telenovela para adolescentes creada por los mismos productores de Dinastía. Pero el evidente artificio no nos impedía conectar con los conflictos de los personajes. El grupo de amigos de la “Prepa Beverly” era absolutamente querible. Crecimos con ellos, al menos durante las primeras cuatro o cinco temporadas de la serie (la televisión de aire dejó de emitirla, y como ocurre con muchas series, los años fueron distorsionando su espíritu original). 

¿Modelos a seguir? ¿Niños ricos con tristeza? ¿Un mensaje banal sobre los vicios y bondades del capitalismo? Para nada. Lo que perdura son emociones tan poderosas como universales: el amor no correspondido de Andrea por Brandon; la incómoda traición de Kelly; la decepcionante confirmación de que no existen parejas perfectas, aunque Dylan y Brenda casi casi lo lograban. O la desaparición prematura de Scott, un personaje secundario que moría cuando se le disparaba un arma con la que estaba jugando, un shock doloroso que nos dejó desconcertadas (¿fue un accidente? ¿O Scott se quería morir?).

La verdadera “era dorada” de las series televisivas llegaría varios años después, con obras notables como Los Soprano o Six Feet Under. Beverly Hills 90210 fue apenas un producto bien hecho muy exitoso a nivel internacional, aunque no necesariamente relevante desde lo creativo. En lo personal, fue tan importante como la tira local Clave de Sol. Curiosamente, la trama de Clave de Sol también se iniciaba con una mudanza, con la familia de Diego (Leonardo Sbaraglia) instalándose en el barrio de La Lucila, en Vicente López. 

Era otra época. Otras rutinas y otros tiempos. Otras formas de conectar con quien está a nuestro lado. No había celulares ni Internet. Para ver Beverly Hills, mis hermanas y yo teníamos que estar juntas alrededor de la tele, expectantes, para compartir lo que nos pasaba, con ganas de ficción, con la necesidad de la sorpresa, quizás con el deseo callado de poder experimentar el enamoramiento por nosotras mismas. Ya no frente a la pantalla sino en la vida. Algún día.

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