“No
sé si se fue o si me dejó”, dice en un momento Robertina
(Bertuccelli) en referencia a su marido. Esas palabras se cuelan en
su verborragia nerviosa y pasan casi inadvertidas, casi divertidas,
aunque en ellas se esconda un verdadero huracán existencial. Me
importa poco el diagnóstico clínico del personaje o que sus miedos
se deban a traumas no resueltos que arrastra desde siempre: ser
abandonado sin aviso (sin la dignidad de una despedida, al menos)
debería alterar la psiquis de cualquier persona con un mínimo grado
de sensibilidad. Todo en nuestro entorno queda borroneado, agrisado, corrido de eje, al borde del colapso, aunque
la rutina siga y debamos atender con solvencia todos los compromisos
previamente pactados (para eso elegimos ser profesionales
independientes, ¿no?). Y encima ese amigo del alma a quien
quisiéramos abrazar hoy está muy lejos… muy pronto ya no estará
más. Los temas esenciales en esta historia son la soledad y la muerte, justamente esos frentes que nadie puede dominar. Sin embargo,
según muchas de las reseñas publicadas sobre La reina del miedo,
parece que resulta muy fácil distanciarse de la protagonista,
catalogarla como un caso excéntrico y reducir sus conflictos al
cuento de una mujer fóbica/insegura/histérica, con un plus de
estrés por el inminente estreno de una obra de teatro. Desconfío de toda persona que se jacte de controlar con éxito su inestabilidad emocional.
Esa persona miente, o no está realmente viva.
Un grácil pero persistente temblor atraviesa todo el relato. Bertuccelli sabe perfectamente cómo matizar la congoja con humor y simpatía, pero aun así en cada escena la incertidumbre termina ganándole a cualquier otra sensación. La aparición de Lisandro (Diego Velázquez) resulta clave, ya que él trae la ternura que Robertina necesitaba. Pero también trae el abismo, involuntariamente. La mejor escena del film -por su precisión y su calado- transcurre durante una noche en el departamento de Lisandro, en Copenhague. El viento golpea las ventanas y Robertina no consigue dormir. De repente percibe una sombra detrás suyo. De repente aterrizamos en una película de terror. Ahí está su amigo devenido fantasma, sentado en la escalera, encorvado, abstraído. Lo que leemos en el rostro de Lisandro no es miedo: es pavor. Un pavor inconmensurable. En ese instante ella parece intuir una profundidad desconocida. Tal vez sea una intuición-bisagra.
En
la ficción, Bertuccelli debe montar el unipersonal “El tiempo es
oro”, título que confirma la vocación existencialista que impulsa
la película. En varias escenas el reloj se hace sentir en su
urgencia opresiva y uno teme que Robertina no logre llegar nunca, ni
a los ensayos, ni al aeropuerto, ni a la noche del gran debut, ni a ningún puerto sereno. Y
además a cierta edad -y esto es un hecho, aunque la ciencia y el
discurso de autoayuda pretendan negarlo- también comienzan a
acortarse los tiempos para alcanzar esas otras cosas, esas metas que
supuestamente son las que le imprimen un sentido a nuestro tránsito por
la Tierra: tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol.
Robertina vuelve de Europa y descubre, para su sorpresa, que le han plantado decenas de ficus en el parque de su casa, cuando su prioridad era
quitar de allí un cerezo seco para trasladarlo al escenario de su
obra. La trama vinculada al teatro, más allá del bucle
autorreferencial, funciona principalmente como dispositivo abierto a la circulación de símbolos y preguntas. ¿Por qué llevar al teatro ese
árbol incómodo de ramas peladas y tristes? ¿Por qué la insistencia en arrancarlo de raíz?
¿No es mejor plantar un árbol joven, para cuidarlo y verlo crecer?
¿Por qué colocarlo justo allí, en su espacio de creación? ¿Para salvarlo del tornado que aún no
terminó de devastar su hogar? ¿Aspira a resucitarlo, quizás? Ya no
tenemos 20 años. No podemos plantar un tallo y sentarnos a esperar.
Por eso me gusta la idea del crítico Shikhar Verma, quien postuló
que esta película, en el fondo, se trata del miedo a empezar de
nuevo. Ni siquiera es una cuestión de coraje. Hay que asumirlo nomás. Lo único que realmente importa es
aprender a decidir, minuto a minuto, qué hacer con el tiempo que nos queda.
Fui y me encantó, Caro. Mucho. Me siento muy identificada con lo que escribiste.
ResponderEliminarBesos.
Lili
Si, coincido con tu análisis; reconozco que fui a verla con cierta reserva por los comentarios que había leído -más de los espectadores que de los críticos- seguramente esperaban el costumbrismo popular de "Un novio para mi mujer" o "Me case con un boludo". Ésta película es un abismo con esas propuestas, es mucho mas sofisticada, de gran elegancia formal (con un toque de película europea) donde todo lo aparente que muestra el film (los miedos, las fobias, el pánico escénico) es un disimulo de lo que realmente habla el film, que es el tema existencial que muy bien describís en tu comentario. Esa necesidad anárquica que todos tenemos en determinados momentos (hombres y mujeres) de romper con todo y con todos aún a riesgo de todo.
ResponderEliminarGracias. La mejor crítica que leí hasta el momento y la que más coincide con mi impresión.
ResponderEliminarHola, Gabriela.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario.
Saludos.