Publicado en octubre de 2008
Brujas es un sueño. Una bellísima ciudad medieval belga con castillos, canales, cisnes, tersas callejuelas, delicias arquitectónicas y algún que otro enano. Es el lugar en donde elegiríamos pasar nuestros últimos días, para morir con la fantasía de haber habitado un mundo de príncipes, aunque nunca nos hayamos cruzado con ellos.
Lamentablemente, el nuestro es un mundo de sapos miserables. No hay cuentos de hadas que sirvan de refugio frente a la culpa o la frustración. Ken (Brendan Gleeson) y Ray (Colin Farrell) lo saben bien.
Ellos están en Bélgica por órdenes de su jefe (Ralph Fiennes), porque resulta que algo salió mal en Londres, lugar en donde trabajan como asesinos a sueldo, y es mejor que por unos días se protejan lejos del centro de operaciones. Ken es un señor sobrio, culto y ya cansado de estos trajines, mientras que Ray es un joven desaforado, inseguro y tremendamente bruto. Este panorama parece anticipar una sencilla buddy movie rociada con moderada acción y perlado humor inglés. Por suerte, Escondidos en Brujas (In Bruges) abre el juego y regala mucho más.
En principio, el film representa un esfuerzo por trascender la ironía como principal atajo para el género (policial, gángsters, thriller), quizás porque la ironía ya no prende como antes: Tarantino, Guy Ritchie, los Coen, incluso Kitano, la estrujaron hasta agotar sus virtudes dramáticas. La violencia sigue siendo violencia aunque la estilización posmoderna pretenda reducirla a un apunte jocoso. La violencia sigue siendo trágica. Eso es lo que nos recuerda el film de Martin McDonagh, dramaturgo irlandés (autor de "The Pillowman") que hace aquí su debut como cineasta.
Los dos protagonistas no solo están en una especie de impasse laboral, sino que atraviesan sendas crisis existenciales. Si pudiera, Ken largaría todo ya mismo y se dedicaría a pasear tranquilo por los museos de Europa. Si pudiera, Ray borraría de su mente esas imágenes que lo persiguen y que muestran a un niño que él mató por error. Absorbido por la culpa, Ray se debate entre el reviente y el suicidio, mientras Ken hace un último intento por salvarlo y alejarlo del oficio. Quizás no todo esté perdido todavía.
Lástima que Harry -el jefe- llega muy pronto a Brujas. Él sí que es decidido y despiadado. Seguramente, cuando era chico nadie le contó historias de magos y duendes antes de ir a dormir.
Hay de todo un poco en la película y todo es entretenido: éxtasis ante un cuadro de El Bosco, humores híbridos, hermosos escenarios, personajes curiosos, golpes, algo de romance, incorrección política y pequeñas reflexiones sobre el ser, su acción y sus consecuencias. A la cálida presencia de Brendan Gleeson se suma un Colin Farrell particularmente inspirado para encarnar al ciclotímico Ray. Él es quien desliza los comentarios mordaces en el film, pero lo hace por simple ignorancia, no por malicia ni para relativizar el dolor.
Y aunque Ray sea un grandulón inmaduro, al menos sabe lo que es el remordimiento. Como a todos, a él le deben haber narrado muchas veces el sabio consejo: el bosque es peligroso y hay caminos que conviene no tomar. Pero, al igual que Caperucita, él no hizo caso. Nunca lo hacemos la primera vez.