Dirección: Pablo Chavarría Gutiérrez
Sección: Competencia latinoamericana
"Paisajes, ciudades, cuerpos, objetos, calles, ventanas... no importa.
Filmar para volver a mirar lo ya
visto, lo contiguo.
El milagro, siempre, lo hace la mirada."
Gustavo Fontán*
Recuerdo El resto del mundo por ese
atardecer insuperablemente anaranjado que domina los primeros
segundos de la película. Estamos en una playa, mirando hacia la
perfección del horizonte. De repente, la imagen se disuelve y sobre
la pantalla aparece un texto, una pregunta: “Papá… ¿cómo puede
uno morir feliz?”
Inferimos que la pregunta debió ser formulada por la protagonista de esta historia, una niña de unos ocho años que vive junto a su padre en un pueblo del sur mexicano. Es muy probable que Pablo Chavarría, director del film, haya escuchado alguna vez a la nena pronunciar un interrogante similar. Pero la cámara no estuvo ahí con ella para registrar sus propias palabras. Otro cartel, en otro momento del relato, indica que ella también aspira a comprender quién es Dios. El texto se impone nuevamente sobre el sujeto retratado. La enunciación busca decretar la trascendencia filosófica del film mientras uno percibe que esta nena, que se llama Kiara, con muchas menos pretensiones, simplemente quiere ser.
Padre, hija y todo lo demás. Cine de retazos y tenues merodeos, de hallazgos pasajeros e imágenes que se van de foco para transformarse en puras texturas, como sucede en las películas más hipnóticas de Gustavo Fontán. Y entonces me pregunto, volviendo a la cita del inicio, por qué a veces no se da ese milagro del que habla el realizador argentino. Y tengo la impresión de que hay una amplia zona del cine actual que apuesta a que los milagros se produzcan solos, como si para lograr la efectividad del montaje poético sólo bastara con acopiar una serie de planos surtidos y pegarlos bajo el amparo del siempre flexible ensayo fílmico: un par de personajes simpáticos, más algunas capturas bonitas de la naturaleza, más dos o tres escenas de manifestaciones políticas que adosen algo de compromiso... y listo. Lo curioso es que esta sumatoria rara vez da cero, ya que gracias a la libertad característica de este género heterogéneo, aun en los ensayos fallidos o desparejos uno a menudo encuentra ciertas partículas potables para pensar las búsquedas expresivas del autor. Pero no es libertad, precisamente, lo se respira en El resto del mundo.
La voz del director, desde el off, interviene sólo esporádicamente en la película. Cuando lo hace, es para interrogar a Kiara, para empujarla a contar recuerdos traumáticos que poco aportan a su historia, como esa escena incomodísima en donde la nena debe responder qué sintió cuándo perdió una hermanita. Los milagros en el cine no son imposibles pero necesitan tiempo, y en esta película el observador no espera: se impone, se anticipa, quiere conmover y también generar conciencia (y allí se cuelan los rostros mudos de los militantes zapatistas, sin mayor profundización en el tema). El cine a veces parece olvidar que no cualquier persona que resulte encantadora en lo real puede convertirse automáticamente en carne de película. Es evidente que Kiara preferiría no hacerlo. Preferiría no estar ahí.
Inferimos que la pregunta debió ser formulada por la protagonista de esta historia, una niña de unos ocho años que vive junto a su padre en un pueblo del sur mexicano. Es muy probable que Pablo Chavarría, director del film, haya escuchado alguna vez a la nena pronunciar un interrogante similar. Pero la cámara no estuvo ahí con ella para registrar sus propias palabras. Otro cartel, en otro momento del relato, indica que ella también aspira a comprender quién es Dios. El texto se impone nuevamente sobre el sujeto retratado. La enunciación busca decretar la trascendencia filosófica del film mientras uno percibe que esta nena, que se llama Kiara, con muchas menos pretensiones, simplemente quiere ser.
Padre, hija y todo lo demás. Cine de retazos y tenues merodeos, de hallazgos pasajeros e imágenes que se van de foco para transformarse en puras texturas, como sucede en las películas más hipnóticas de Gustavo Fontán. Y entonces me pregunto, volviendo a la cita del inicio, por qué a veces no se da ese milagro del que habla el realizador argentino. Y tengo la impresión de que hay una amplia zona del cine actual que apuesta a que los milagros se produzcan solos, como si para lograr la efectividad del montaje poético sólo bastara con acopiar una serie de planos surtidos y pegarlos bajo el amparo del siempre flexible ensayo fílmico: un par de personajes simpáticos, más algunas capturas bonitas de la naturaleza, más dos o tres escenas de manifestaciones políticas que adosen algo de compromiso... y listo. Lo curioso es que esta sumatoria rara vez da cero, ya que gracias a la libertad característica de este género heterogéneo, aun en los ensayos fallidos o desparejos uno a menudo encuentra ciertas partículas potables para pensar las búsquedas expresivas del autor. Pero no es libertad, precisamente, lo se respira en El resto del mundo.
La voz del director, desde el off, interviene sólo esporádicamente en la película. Cuando lo hace, es para interrogar a Kiara, para empujarla a contar recuerdos traumáticos que poco aportan a su historia, como esa escena incomodísima en donde la nena debe responder qué sintió cuándo perdió una hermanita. Los milagros en el cine no son imposibles pero necesitan tiempo, y en esta película el observador no espera: se impone, se anticipa, quiere conmover y también generar conciencia (y allí se cuelan los rostros mudos de los militantes zapatistas, sin mayor profundización en el tema). El cine a veces parece olvidar que no cualquier persona que resulte encantadora en lo real puede convertirse automáticamente en carne de película. Es evidente que Kiara preferiría no hacerlo. Preferiría no estar ahí.
*Revista Las Naves Nº1
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