Texto publicado en junio de 2014
Y un día Don sonrió. Sonrió pero nadie lo vio (salvo nosotros, privilegiados de la ficción). Es que nadie puede vernos cuando tenemos una revelación. Estamos completamente solos en ese instante, justo ahí, cuando somos más felices que nunca. Y eso fue lo que seguramente sintió Don frente al mágico baile de Bert. Así concluyó el último capítulo de Mad Men, con un musical sencillo y encantador, confirmando una vez más que esta serie es una de las más exquisitas, complejas e imprevisibles que ha dado la televisión en toda su historia. Todavía tenemos que esperar unos meses para conocer la segunda parte de esta séptima temporada, la última y definitiva. Mientras tanto, se me ocurrió compartir estas notas que apuntan ante todo a retener en el recuerdo algunas impresiones.
La última temporada
transcurre en 1969 y el aterrizaje en la Luna era uno de puntos
emblemáticos que el relato no se podía perder. En el séptimo
episodio los personajes son testigos de esa conquista, algunos
reunidos por casualidad en un hotel, otros junto a sus familias y
amigos, aunque la emoción no dura demasiado dado que la noticia de una
muerte repentina los reubica rápidamente a todos frente a nuestra
mundana finitud. Pegados a la pantalla, enlazados por el espectáculo,
todos juntos, todos modernos, todos conectados al mismo tiempo...
hasta que un día dejamos de mirarnos a los ojos. Creo que esta
temporada logró narrar a la perfección la forma en que fuimos
construyendo esa distancia, y muchos de los signos más elocuentes
aparecen brillantemente conjugados en el capítulo dos, titulado “A
day’s work”.
Hay distancias reales, sí,
como la que ya se avizoraba entre Don y Megan, de allí que ella se
instale definitivamente en California para afianzar su carrera como actriz. Por otro
lado, a la costa oeste también se muda Pete para trabajar en una
sucursal de la compañía, hecho que justifica diversas escenas
diseñadas en función de las denominadas “conference calls”,
esas conversaciones en las que los socios se reúnen alrededor de un
teléfono con altavoz. Además de describir los dispositivos
tecnológicos que facilitaron la globalización económica, este
esquema de conexión interpersonal también representa el germen de
lo que más adelante ocurriría con el trabajo en red, el correo
electrónico, el Messenger, el WhatsApp… atajos que también son
ataduras, nuestra contradicción esencial de cada día. Es la
Modernidad, ese gigante artero al que nadie puede contener, como nadie puede
evitar que un día llegue a la empresa la Diosa Computadora para
transformar el paisaje y alterar la cabeza de todos (con un
brutal brote psicótico incluido: ningún cambio es totalmente
gratuito).
Preferimos creer que hoy
es la tecnología la que nos aleja con sus tentáculos fríos. Decimos
que ella es la culpable de los cortocircuitos. ¿Pero qué vino
antes? ¿Fue primero la herramienta, o más bien nuestro profundo deseo de ya no tener
que verle la cara al otro? El hombre inventó métodos cada vez más
sofisticados para comunicarse, para salvar las distancias, cuando
quizás lo único que le importaba era resguardar la separación
física, corporal. Este es el ejercicio que
siempre propuso Mad Men: ir hacia atrás para intentar hallar la punta del ovillo. Volver sobre la historia de los vínculos, observar los procesos para ver si somos capaces de leer nuestro
presente de otra manera: más aguda y más sincera. En el episodio dos hay
muchas tensiones que envenenan el aire, sobre todo en la oficina: disidencias, envidias, reproches y rencores surtidos. Los personajes
evitan hablarse o cruzarse en los pasillos siempre que pueden. Sólo
se encuentran en el ascensor, en donde tampoco parecen obligados a
mirarse. El hombre ya ansiaba tallar su cápsula individualista mucho
antes de ese ensimismamiento que hoy fomentan los teléfonos celulares.
Otra gran protagonista de
“A day’s work” es Sally. Intuyo que si Don finalmente se decide
a crecer, será por los puntos que su propia hija supo ponerle en el
momento preciso, dueña de una seguridad demoledora. Frente a la
confusión naturalizada alguien tiene que decir basta. Y eso es lo que ocurre también con Shirley (la secretaria negra de Peggy) y todo el
malentendido en torno del florero con rosas, un engranaje típico de
la comedia de enredos que aquí se articula desde la histeria
femenina y la lucha de clases. Más allá de sus mentiras piadosas
iniciales, Shirley al final dice la verdad (las rosas son suyas) y
esto le cuesta el puesto de trabajo. Tanto ella como Dawn -la otra secretaria
negra injustamente desplazada ese mismo día- tienen un actuar noble
y profesional. Ante todo, son mujeres sólidas, enteras. El personaje
de Joan las reacomoda a ambas dentro de la empresa, y curiosamente en
ese juego de fichas Dawn termina ubicada en un despacho de mayor
jerarquía. Estos giros, algo azarosos a simple vista, nos hablan en
el fondo del respeto que Mad Men tiene por esa raza que aprendió a resistir con dignidad aun las acusaciones más absurdas que puedan
esgrimirse.
Vamos con Peggy ahora. Es cierto
que su secretaria no se merece el maltrato, y que Peggy lo despliega principalmente
montada sobre sus celos y su poder como jefa. Pero sería muy cruel
no comprender ese arrebato de ansiedad cuando sabemos que sigue sufriendo por Ted. Aún recuerdo su monumental llanto al
final del primer episodio, cuando llega a su departamento y confirma
que otra vez está sola frente al mundo. Peggy logró como nadie
abrirse camino en su trabajo y ganarse una cuota de atención, pero aun
así cada día debe soportar la subestimación, la arbitrariedad y el machismo sofocante del ambiente. Todas estuvimos ahí. Todavía estamos ahí.
Todas somos un poco Peggy. Si tuviera que quedarme con una sola fotografía que resuma toda Mad Men, sería una postal que se reitera
con frecuencia: la imagen de Peggy cuando cierra la puerta luego de una reunión, escondiendo su
dolor y su furia por haber sido relegada de un proyecto, una vez más, simplemente
porque no es un varón.
Desde el principio Don fue
uno de los que más apoyó a Peggy en su crecimiento profesional,
aunque a la hora de la competencia mano o mano él no quiso quedarse
atrás. Todo indicaba que terminarían distanciados, y justo en ese
momento ellos nos regalaron una de las escenas más hermosas de toda la
serie: una noche en la que se quedan trabajando hasta tarde, Don y
Peggy tienen una charla íntima. De fondo se lo escucha a Frank
Sinatra cantando “My way”. Don invita a Peggy a bailar. Los une el cariño y ella por fin tiene un hombro sobre el cual descansar. La cámara se aleja
mientras ellos bailan abrazados. Los vemos duplicados en un vidrio,
un reflejo. Bueno, no exactamente, pues el único que aparece reflejado completamente es él.
Desgajada, ella no está. ¿Excluida? ¿Otra vez? Quizás... aunque el encuadre también podría sugerir que mientras el hombre es capaz de desdoblarse entre lo real y el espejismo, la mujer siempre es una sola. Concreta. Aquí y ahora.
Dentro de muchos años,
cuando volvamos sobre Mad Men, habrá que asumir que, a pesar de
los hombres locos del título, las verdaderas protagonistas de esta
historia fueron las mujeres.
Actualmente las siete temporadas de Mad Men están disponibles en Netflix.
Fabuloso texto, Caro.
ResponderEliminarTan fabuloso como la serie de la que hablás.
Es magnífica. Sigo sin comprender por qué no es un éxito masivo al estilo LOST. (¿Es mucho pedir?).
Desde el comienzo esta temporada viene signada por la despedida y el adiós de Bert marca el fin de un estilo laboral, de una manera de producir y ya sabemos que el modo de producir (información, objetos, etc.) modifica de manera directa en el lazo social.
ResponderEliminarLúcidas, estas grandes ficciones vienen a reavivar ese deseo que tenemos de ser asombrados. No se puede pedir mucho más.
Muchas gracias a ambos por comentar.
ResponderEliminarAna, gracias por el mimo. Con respecto al poco éxito de Mad Men en relación a otras series, creo que en parte la razón es su estructura narrativa. En el post no me detuve tanto en este punto, ya que sobre todo quería comentar algunas impresiones, pero la narración tiene un timing muy especial que requiere paciencia. Es una serie de observación, de pinceladas, concetrada en los procesos antes que en el suspenso clásico o la sorpresa. En ese sentido es parecida a The Wire, y hoy The Wire sigue sin ser una serie muy popular. Es un punto para seguir pensando.
Saludos,
Hola Caro, te seguí con Homeland y con Breaking Bad... estas vacaciones de invierno empiezo Mad Men y cuando la termine volveré al post.
ResponderEliminarUn gran abrazo.
Pero claro! Exactamente lo que vos decís. Es lo que a mí me fascina de la propuesta y lo que aleja a tanta otra gente a la que se la recomiendo y la abandona sin terminar el primer capítulo.
ResponderEliminarCon The Wire me pasó exactamente lo mismo en 2002 y en ese entonces no conocía a nadie más que la viera.
Ahora los conozco a ustedes y no me siento tan sola!