Choele (Argentina, 2013)
Dirección: Juan Sasiaín
Los insólitos peces gato
(México, 2013)
Dirección: Claudia
Sainte-Luce
Sección: Competencia Latinoamericana
Primer domingo del
festival. Primeras dos películas exhibidas en la Competencia
Latinoamericana. Llegábamos con todas las ganas de sorprendernos, o
de empezar a entusiasmarnos, al menos. Pero ocurrió algo curioso y a
la vez incómodo. Probablemente sintomático. En una escena de
Choele, el púber protagonista le pide a una joven (unos diez o
quince años mayor que él) que le enseñe a dar un beso en la boca.
La escena en sí no tendría nada de memorable si no fuera porque la
película proyectada justo antes de Choele, Los insólitos peces
gato, había mostrado una escena similar, casi calcada: chico en el
umbral de la adolescencia, chica linda con experiencia, madre
ausente y el beso-ensayo-cliché. No es una mera coincidencia, sino
la evidencia de que ciertas fórmulas anodinas del cine ternurista afligen incluso a aquellas películas que aspiran a lucir frescas y personales.
Luego de co-dirigir
junto a Federico Godfrid esa pequeña gran película llamada La
Tigra, Chaco, Juan Sasiaín se lanza en solitario con un film en donde
los arrobadores paisajes de Río Negro ocupan un rol central en el
diseño de la ficción, a tal punto que en muchos momentos las acciones de los personajes parecerían importar menos que la forma en que los rayos
del sol rebotan sobre el lente de la cámara. Por esta geografía de
lagos, puentes y gozosos verdores corretea y se escabulle Coco
(Lautaro Murray), a quien todavía le cuesta aceptar que papá
(Leonardo Sbaraglia) no regresará nunca más con mamá (que tiene
peso en el drama, aunque permanece siempre fuera de campo). Para
colmo, papá ahora tiene una novia muy joven y bella (Guadalupe
Docampo) por la cual Coco siente celos y fascinación. “No andes
enamorándote así, a lo loco”, le dice al chico un carnicero del
pueblo, un personaje que con su dicción y singularidad logra recuperar provisoriamente esa autenticidad artesanal que enaltecía
La Tigra, Chaco y que no es tan fácil de hallar en el nuevo trabajo
de Sasiaín. Porque Choele es un film esencialmente convencional, con
intenciones nobles y un buen ritmo narrativo pero condicionado por su ostensible voluntad de agradar, con una música tan almibarada como
invasiva y con clips ilustrativos del clásico candor infantil que se
acercan más al efecto publicitario que a la emoción real que debería
nacer naturalmente del devenir cinematográfico.
Al igual que Choele, la ópera prima de la mexicana Claudia Sainte-Luce, Los insólitos peces
gato, podría insertarse en esa zona que los anglosajones
denominan feel-good movies, la clase de películas que parten de un
dolor profundo para luego matizarlo con adecuados atisbos de
esperanza. Aunque se trate de un esquema muchas veces propicio para la
manipulación del espectador, no creo que éste sea el caso. La
realizadora quiere de verdad a sus personajes, los cuida, los deja
respirar para que edifiquen sus subjetividades, y así consigue
activar una empatía que se sostiene a lo largo de toda la película,
más allá de algunas concesiones de guión ya mencionadas
al inicio de esta nota. Y allí donde el film argentino prefiere el marco seguro de la fábula de iniciación, la película mexicana intenta en un principio preservar la ambigüedad sobre el contexto existencial de su protagonista, la veinteañera Claudia (Ximena Ayala). Debido a un malestar físico que no
puede combatir, ella termina internada en un hospital en donde
conoce a Martha (la notable Lisa Owen), una mujer que tiene cuatro hijos y padece HIV.
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El cariño es
instantáneo, y apenas Martha recibe el alta médica, le propone a
Claudia ir a almorzar con los suyos en su casa. A través de un lúcido
plano-secuencia, la cámara nos introduce en ese hogar desde la
perspectiva de la invitada, quien flota en medio del bullicio
familiar como si ese abrigo fuera algo totalmente ajeno a su imaginario. Y lo
es, de hecho. Más tarde descubriremos hasta qué extremo la vida de esta muchacha está marcada por la soledad. Es la elegante enunciación fílmica, en esa primera reunión alrededor de la mesa, la que afirma la relevancia de ese
espacio vacante que Claudia ahora viene a llenar. Un rol, un lugar, un esencia. Ella
será, alternativamente, hija, amiga, hermana mayor,
confidente y madre. La prueba de que la familia no brota de la sangre
sino del afecto franco y de las funciones que el sujeto es capaz de
asumir en esa red de solidaridad.
La película fluye
con gracia, dueña de un humor tan sobrio como efectivo. Aunque las
recaídas de la madre son recurrentes, llega un momento en que esos
episodios están tan incorporados a la rutina que los hijos parecerían no tener real dimensión de la inminente pérdida. Y ahí es cuando la narración nos estremece al filtrar una escena en donde vemos cómo Wendy (Wendy Guillén), la hermana
más chispeante del clan, se prepara un licuado con bananas, alcohol
puro y pastillas de todo tipo. Claudia llega justo a tiempo para frenarla con un
gesto sutil, sin emitir palabra, y entonces sí, la película se hace cargo del miedo que necesariamente se viene incubando en ese hogar.
Es cierto que en diversos tramos de la historia y en el final el tono sobrevuela lo típicamente dulzón y colorido, pero eso no le quita mérito a la mirada
inteligente y sensible que supo imponer la directora sobre el conjunto del film.