Dirección: Mikael
Marcimain
Sección: Competencia internacional
Allá por 1977 el diario sueco Dagens Nyheter
denunció que varios ministros y funcionarios del gobierno
socialdemócrata de Olof Palme eran clientes habituales de
una red de prostitución de lujo que funcionaba por aquel entonces en Estocolmo. Dado que las acusaciones contaron con el encubrimiento de la policía, la justicia y los pactos entre políticos, el diario
se vio obligado a rectificarse y los ecos del escándalo se fueron apagando. Treinta años después, una mujer reanimó la polémica al revelar detalles sobre este negocio, en el que ella quedó atrapada cuando aún era una niña. El sueco Mikael Marcimain se inspiró en este caso para realizar su primer largometraje.
Lo mejor de Call Girl es su habilidad para eludir el sensacionalismo en una historia que lo tenía todo para caer en las típicas imágenes de alto impacto sexual que aseguraran el estupor del espectador (o al menos cierta indignación, si es que algo de eso aún es posible en el mundo post Berlusconi). Por el contrario, Marcimain evita pintar a “la clientela” como un mero puñado de psicópatas con enormes colmillos enfermos de lascivia (como sí lo hace, apelando al efectismo, el film The Whistleblower con Rachel Weisz, que toca una temática similar). Call Girl avanza con una sagaz discreción enunciativa a la hora de describir los códigos, ambientes y rituales de la prostitución de élite, una mirada analítica que al comienzo quizás pueda confundirse con una estilización cool de un escenario siniestro, pero que en el fondo sólo pretende instalar un efecto más orgánico y estructural, confirmando hasta qué grado de pasmosa naturalidad el abuso de menores está perfectamente incorporado en cualquier sistema de consumo (y de poder). El film le quita a la perversión su traje grotesco y clandestino para exponerla como un ejercicio rutinario, extendido, seguro, ubicuo, tácitamente institucionalizado. Para colmo, en pleno auge del feminismo y de la liberación sexual en la Suecia de los '70, ciertos personajes se llegan a plantear aquí si acostarse con una menor representa cabalmente un delito (hay algunos diálogos bastante extraños que abren esta discusión, interesante para entender la coyuntura, aunque esta veta "legislativa" no se aborda con claridad).
La narración, ansiosa, resulta algo atropellada en un principio, al menos hasta que nos acomodamos dentro del puzzle que el relato propone al cruzar tres ejes de acción en tiempos no siempre simultáneos: la investigación policial, los negocios de la madama y la vida de las adolescentes que serán reclutadas como prostitutas. Además de reforzar la sensación de red que encadena -y condena- a los diferentes personajes de la trama, esta retícula narrativa también encauza un montaje dialéctico que sin excesivo énfasis busca contrastar lo público con lo privado para evidenciar la hipocresía de una sociedad celebrada como modelo de progresismo.
El thriller fluye y muchos de sus recursos (actores, música, reconstrucción de época) lucen muy ajustados. Pero hay algo en Call Girl que no termina de funcionar. Aun con sus intermitentes intensidades, la película se nos hace lejana, casi glacial: falta un centro dramático, un tragaluz que permita propagar el grito de furia. Intuyo que el problema reside en cierta simplificación en el retrato de las chicas, a pesar de ser ellas las que ocupan el mayor tiempo en pantalla. Mientras la observaba a Iris (la protagonista) atravesar su odisea, durante la proyección no podía dejar de preguntarme dónde estaba su mamá, más allá de ser la señora que aparecía en el inicio del film para depositar a su hija díscola en el hogar juvenil (la mujer vuelve hacia el final, sólo como una figurita que no emite palabra). Tanto Iris como su amiga Sonja son personajes demasiado planos, concebidos casi exclusivamente desde el ángulo de la rebeldía y el capricho, cuando todo indica que el paisaje es mucho más complejo. Por ser la víctima y a la vez la única que se atrevió a la denuncia, la protagonista merecía mayor atención.
Lo mejor de Call Girl es su habilidad para eludir el sensacionalismo en una historia que lo tenía todo para caer en las típicas imágenes de alto impacto sexual que aseguraran el estupor del espectador (o al menos cierta indignación, si es que algo de eso aún es posible en el mundo post Berlusconi). Por el contrario, Marcimain evita pintar a “la clientela” como un mero puñado de psicópatas con enormes colmillos enfermos de lascivia (como sí lo hace, apelando al efectismo, el film The Whistleblower con Rachel Weisz, que toca una temática similar). Call Girl avanza con una sagaz discreción enunciativa a la hora de describir los códigos, ambientes y rituales de la prostitución de élite, una mirada analítica que al comienzo quizás pueda confundirse con una estilización cool de un escenario siniestro, pero que en el fondo sólo pretende instalar un efecto más orgánico y estructural, confirmando hasta qué grado de pasmosa naturalidad el abuso de menores está perfectamente incorporado en cualquier sistema de consumo (y de poder). El film le quita a la perversión su traje grotesco y clandestino para exponerla como un ejercicio rutinario, extendido, seguro, ubicuo, tácitamente institucionalizado. Para colmo, en pleno auge del feminismo y de la liberación sexual en la Suecia de los '70, ciertos personajes se llegan a plantear aquí si acostarse con una menor representa cabalmente un delito (hay algunos diálogos bastante extraños que abren esta discusión, interesante para entender la coyuntura, aunque esta veta "legislativa" no se aborda con claridad).
La narración, ansiosa, resulta algo atropellada en un principio, al menos hasta que nos acomodamos dentro del puzzle que el relato propone al cruzar tres ejes de acción en tiempos no siempre simultáneos: la investigación policial, los negocios de la madama y la vida de las adolescentes que serán reclutadas como prostitutas. Además de reforzar la sensación de red que encadena -y condena- a los diferentes personajes de la trama, esta retícula narrativa también encauza un montaje dialéctico que sin excesivo énfasis busca contrastar lo público con lo privado para evidenciar la hipocresía de una sociedad celebrada como modelo de progresismo.
El thriller fluye y muchos de sus recursos (actores, música, reconstrucción de época) lucen muy ajustados. Pero hay algo en Call Girl que no termina de funcionar. Aun con sus intermitentes intensidades, la película se nos hace lejana, casi glacial: falta un centro dramático, un tragaluz que permita propagar el grito de furia. Intuyo que el problema reside en cierta simplificación en el retrato de las chicas, a pesar de ser ellas las que ocupan el mayor tiempo en pantalla. Mientras la observaba a Iris (la protagonista) atravesar su odisea, durante la proyección no podía dejar de preguntarme dónde estaba su mamá, más allá de ser la señora que aparecía en el inicio del film para depositar a su hija díscola en el hogar juvenil (la mujer vuelve hacia el final, sólo como una figurita que no emite palabra). Tanto Iris como su amiga Sonja son personajes demasiado planos, concebidos casi exclusivamente desde el ángulo de la rebeldía y el capricho, cuando todo indica que el paisaje es mucho más complejo. Por ser la víctima y a la vez la única que se atrevió a la denuncia, la protagonista merecía mayor atención.
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