Espacios, tecnologías, virtualizaciones del terror
Posesión satánica (The Possession) – Dirección: Ole Bornedade (EE.UU., 2012)
Luces rojas (Red lights) – Dirección: Rodrigo Cortés (EE.UU., 2012)
Hace poco un amigo aficionado al terror me decía, mientras recordábamos El
exorcista (1973), que a él no lo convence demasiado la nueva versión del film
que se difundió en 2000. No le gusta la escena en la que Regan baja las
escaleras en cuatro patas porque, según él, al hacer salir al personaje de su
habitación se quiebra el cerco de ese espacio pequeño, extraordinario pero a la
vez bien delimitado, que el relato venía construyendo como polo mítico del horror. Sin la
intención de discutir este caso particular (tendría que revisar el film de Friedkin), divagué hacia otros espacios emblemáticos
del género y confirmé nuevamente que el inconmensurable fuera de campo al que
nos conduce esa puertita aspiradora de Poltergeist (1982) sigue siendo uno de
los puntos ciegos más maravillosos de la historia del cine. Aquel televisor siempre encendido que hipnotizaba a la nena se ocupaba de abrir aún más el abismo.
La pantalla no devolvía certezas.
Más allá de la acotada tecnología que podía ofrecer el saber científico
dentro de estas ficciones, en aquellas épocas no había tantos gadgets ni
cámaras ni monitores que oficiaran de mediadores entre uno y la acción fílmica.
Lo que se veía y se padecía ocurría una sola vez, para personaje y espectador.
Para las víctimas no había rewind ni laptops ni panópticos hogareños a los cuales acudir para
chequear las dudas de la percepción (en Poltergeist lo hacían y aun así los técnicos de la ficción terminaban llamando a una "medium"). Por el contrario, hoy muchas películas del género,
especialmente en la vertiente de fantasmas, zombies y posesiones diabólicas, parecerían
no poder prescindir de la cámara dentro de la diégesis (Actividad paranormal,
El último exorcismo, Terror en Chernobyl, REC, Con el diablo adentro). Y muchas
veces, como en la fallida Donde habita el diablo (Emergo), no sólo hay cámaras sino
otros artefactos (para el sonido, las ondas electromagnéticas y demás) desplegados
para capturar señales de lo extraño y ver si es posible trazar alguna suerte de frontera.
En estas ficciones los espacios son muchas veces fragmentarios y vaporosos (la
propia cámara en mano así lo impone) o son revisitados, multiplicados o
congelados en pantallas diversas. El Mal también se virtualiza y se licúa, y ya
no es tan fácil ver brotar su aura en los espacios únicos y concentrados de
otras décadas (aunque parte de esa fuerza escenográfica cada tanto reaparece,
como en la reciente Chernobyl o en la primera Actividad paranormal). Tal vez
estemos asistiendo a la saturación de esta tendencia. En todo caso, habrá que seguir pensándola, pues para quienes nos gusta darle vueltas y más vueltas a la imagen, son películas que por su misma hechura nunca dejan de aportar alguna idea interesante.
Los títulos que ahora voy a comentar justamente se apartan de esta propuesta y funcionan a partir de una relación más transparente entre el meganarrador del film y el espectador. Sin embargo, ambas películas necesitan apelar a la tecnología para determinar cuál es la distancia con lo desconocido.
Los títulos que ahora voy a comentar justamente se apartan de esta propuesta y funcionan a partir de una relación más transparente entre el meganarrador del film y el espectador. Sin embargo, ambas películas necesitan apelar a la tecnología para determinar cuál es la distancia con lo desconocido.
Posesión satánica (The Possession) es una película clásica. Un espíritu invade
el cuerpo de una niña y comienza la metamorfosis, con una rosca atractiva: el
demonio inquilino no es en verdad tan “espirituoso” y ostenta una materialidad
pocas veces vista en el cine de exorcismos. Y cuando llega el momento de
verificarlo ante los ojos de los personajes, el relato no acude a la inmediatez
de la filmación casera sino a la opción más lógica del estudio clínico. Todo el uso que hace el film
de la tecnología se limita a una inquietante escena en donde la familia de la niña es
testigo de una tomografía computada. Y la imagen fluorescente lo revela: dentro
del pequeño cuerpo aparece la silueta de otro cuerpo. La madre observa con
espanto lo que el espectador ya sabía. Pero nunca hay contraplano de la mirada
de los médicos ni se vuelve a mostrar el marco completo de la situación, como
si por un instante, por su invalidez, la ciencia fuera directamente desterrada
del mundo. Uno siente que ahí, justo al borde del clímax, podría haber nacido
otra película. Pero The Possession es un film esencialmente convencional e
irritantemente conservador.
En Luces rojas (Red Lights) el conflicto trasciende las visitas satánicas,
pues aquí la historia presenta un verdadero popurrí de lo sobrenatural: conexión
con el más allá, telequinesis, telepatía, videncia, curaciones del cáncer al estilo
filipino, provocación volitiva de terremotos, trucos onda Tu Sam y otras rarezas varias que en su
mescolanza arbitraria no le hacen nada bien a la película. Aquí la tecnología
cumple un rol fundamental, ya que los científicos protagonistas (Sigourney
Weaver y Cillian Murphy) se dedican a investigar fenómenos paranormales para
desmontar su base fraudulenta. No importa si quien se asume “psíquico” es un
ciudadano común o un famoso showman: los especialistas van con sus equipos, sus sensores y
sus cámaras para producir un documento que distinga lo real de lo sobreactuado. Primero lo desenmascaran a Leo Sbaraglia (con estrategias que
hace veinte años ya delataba con mucha más gracia el film Milagro de fe, protagonizado por Steve
Martin), y luego es el turno de Robert De Niro, a quien le hacen un inmaculado
test avalado por las mayores eminencias en el tema (en una secuencia demasiado elíptica y
confusa). Y efectivamente, será una imagen analizada al detalle en la
computadora la que otorgará la clave de lectura final. Pero la evolución de
Luces rojas encierra tantas trampas que cuando la epifanía parece
llegar de verdad, sus consecuencias ya no nos importan, y lo que debería jugar
como imagen-indicio pierde entonces todo valor de contraste. Básicamente: una película voluble como sus protagonistas.
Para compensar el panorama, es justo decir que cada tanto se estrenan buenos exponentes del género, aunque muchas veces pasen casi inadvertidos. Las escenas iniciales de Luces rojas me remitieron a un film que comenté el
año pasado, Insidious, una de esas experiencias que crecen en el recuerdo, una
película que delira con orgullo, que sin dudarlo pasa de lo mínimo a lo extravagante y, sin que prácticamente nos demos cuenta,
transforma el espacio cotidiano en plataforma de un angustiante carnaval.
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