Mientras hablo con amigos
cinéfilos sobre
A Roma con amor, mientras leo textos y comentarios en Internet
alusivos al último trabajo de Woody, se impone una vez más esa paradoja que
parece perseguir a los autores desde siempre: o castigamos en exceso a la película
porque se trata de Allen y se supone que su genio debería esforzarse más, o la
defendemos en exceso porque -también- se trata de Allen y nos conformamos
aludiendo que su genio garantiza un piso mínimo de calidad superior al promedio
circulante. Con frecuencia uno tiende a bordear alguno de estos dos polos en
una argumentación, ya sea con respecto al director de
Manhattan o a cualquier
otro nombre consagrado. Aunque resulte muy difícil, habría que evitar tapar una
película con el CV del realizador. Lo ideal, ya lo sabemos, sería ceñirse a la
película en sí misma. Pero, claro, toda obra lleva a una firma, y aquí es
cuando todo conduce a la cuestión del autor.
¿Debemos ser menos
exigentes con Allen porque es un maestro y porque en su carrera ya nos ha dado
suficiente felicidad? Pues no, y no digo nada nuevo. Allá por 1957, en ese
artículo esencial titulado "De la política de los autores", André Bazin alertaba
sobre los riesgos latentes en la “indulgencia admirativa” que muchos de sus colegas
de Cahiers du Cinéma prodigaban a sus cineastas protegidos. Bazin temía que se
terminara apelando a cualquier disparate argumentativo para justificar y
elogiar aun el trabajo más pobre de un realizador venerado por la revista,
mientras que otros títulos quizás valiosos eran maltratados o directamente
ignorados sólo porque no ostentaban la mentada “chapa”. Estoy completamente de
acuerdo con Bazin, y al mismo tiempo creo que, en los últimos años, la idea del
autor ha sido demasiado manoseada, degradada, burlada. Un autor no es sólo un
artista talentoso con estilo propio. Un autor también construye un vínculo a
través del tiempo. El encanto de algunos artistas radica en ese empeño… o habría
que decir empecinamiento, en el caso de Allen.
Aunque A Roma con amor sea una película
apenas periférica dentro de la filmografía de Allen, tiene suficientes
elementos como para confirmar hasta qué alto grado de sutileza el director
conoce la gramática cinematográfica para urdir con absoluta frescura pequeños
hechizos que fluyen con eficacia y sin necesidad de pedir permiso. Tomemos como ejemplo
la forma en que el personaje de Alec Baldwin entra y sale de la ficción en las
escenas con Jesse Eisenberg y Ellen Page.
Parece una idea simple y
no precisamente novedosa (sin ir más lejos, Emilio Estévez la aplica en la
reciente El camino para ilustrar las apariciones fantasmáticas de alguien que
ya no está). Es un juego básico con el montaje, el plano/contraplano, la
mostración o reserva del fuera de campo. Descartada la opción “realista”, dos
son las lecturas inmediatas que nos quedan: o Baldwin es la voz de la
conciencia adulta que quiere guiar al muchacho hacia la sensatez, o Baldwin
está revisitando su pasado y Eisenberg interpreta a Baldwin cuando éste era
joven, bohemio y enamoradizo. Allen ya había empleado otras veces este recurso.
En Annie Hall, en lugar de construir un flashback convencional para narrar su
pasado, Allen (su personaje) irrumpe literalmente en la casa de su niñez y comparte espacio
con sus padres y con él mismo, versión pequeño. En Crímenes y pecados, Martin
Landau también interviene físicamente en un almuerzo familiar de
su infancia, encuentro imaginario que en ese film además funciona como interpelación moral. No estamos
hablando de un invento de Allen: Ingmar Bergman, por ejemplo, ya había explorado esta suerte de "flashback interactivo" en muchas de sus películas (Cuando huye el día, entre otras).
Woody incorporó este
mecanismo en su paradigma y lo fue redefiniendo, ajustando y transformando
según los riesgos que asumían sus ficciones, y de alguna manera quienes integramos
la generación que creció con él ya estamos entrenados para leer esa convergencia
de virtualidades dentro de la misma situación dramática. Creo que aquí reside el
mérito de un autor: hay una plataforma de persuasión que está ganada de antemano. Es el
código devenido raíz, la contraseña automática que ya no hace falta explicar. La cuestión es qué se hace con esa connivencia cineasta-espectador labrada durante décadas: qué
se construye a partir de ahí.
Volviendo a Baldwin, a esta altura ya no podemos interpretar lo suyo simplemente como un viaje al pasado o como la encarnación de Pepe Grillo. Si este esquema de "conexión mental" entre él y el joven fuera tan estricto, el guión limitaría al personaje a interactuar
sólo con Eisenberg, pero la acción va más allá: Ellen Page también dialoga con Baldwin. Ni el relato ni el montaje están interesados en blindar el episodio para inscribirlo
en la comodidad de una categoría (la fantasía), y lo mismo ocurre con la historia protagonizada
por Roberto Benigni. No hay protocolos ni postas que orquesten el salto de un rizo al otro: la unión del conjunto sólo descansa sobre el verosímil-Woody. Entonces puede que la estación Baldwin no sea solamente el ya conocido estilema sobre la materialización del inconsciente o de la memoria, sino algo
más. Ese algo más es el puro cine, aquello que el arte consigue robarle a lo imposible para convertirlo en existencia. Esa zona ambigua y única sobre la que un
autor, a fuerza de ensayo y error, funda su derecho de propiedad, esa zona de huella y sentido que Allen ha logrado tallar dentro el tiempo fílmico y a través de su
tiempo histórico, laboriosamente, con tesón, con vehemencia, con fallidos, con constancia. Ésa
es la zona en donde un autor de verdad sabe correr con ventaja.
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