Por John Berger *
Le cuento una anécdota: hace un tiempo estaba en Florencia. Era en enero y hacía muchísimo frío. En un momento, casi solamente para entrar en calor, entré a un museo. De pronto me di cuenta de algo: cuando vemos algo o a alguien bello, la primera idea que nos surge es que es un placer mirar a esa persona o ese objeto. Y sin embargo no es así: el placer reside en ser mirado por esa persona. Si lo pensamos bien, cuando decimos "ah, qué bello", en esa expresión está la esperanza o el deseo de ser mirado por ese objeto. Por eso la belleza compulsiva es tan desagradable. Hay un elemento del deseo del que no suele hablarse. Hay una relación entre el deseo y la herida: el deseo supone dar y también recibir. Supone un alejamiento -temporario , por supuesto- del dolor natural de vivir y ser lastimado. Esa es la trama secreta del deseo: alejarnos por un tiempo del dolor. Si esto es así, y creo que en algún punto lo es -entre paréntesis, creo que es algo que resulta más fácil de entender para alguien que proviene de su cultura que para un anglosajón-, entonces la belleza perfecta es al mismo tiempo algo que no se puede amar ni desear, porque en su perfección intacta, sin heridas, no existe la posibilidad de dar ni de recibir. Es como dice Andrea Dworkin (mira el texto, pero recita casi de memoria): "no tengo paciencia con los invulnerables, con aquellos que no han sido tocados por un temporal, esos que nunca se han derrumbado. Grandes puntadas, desgarros mal cosidos, nada muy lindo. Entonces algo sale y reluce. Pero a los lustrosos, a esos no los soporto".
* Fragmento de una entrevista publicada en la revista Ñ (11/12/04), y reproducida en el sitio http://ddooss.org/
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