Algo retumba con metálica persistencia. Es una caldera ubicada en el sótano de la oficina de Mike (Paul Giamatti). Hay que arreglarla o reemplazarla porque en cualquier momento va a explotar, arruinando todas las cajas con archivos que abarrotan el lugar. Pero ahora no se puede, no hay dinero. Lo atamos con alambre y Dios dirá. Habrá que acostumbrarse a ese ruido insoportable, recordatorio de aquello que cotidianamente falla en nuestro entorno y que aun así debemos postergar para atender otras prioridades.
No puede decirse que a Mike la crisis económica lo haya sorprendido. Se nota que es de esos tipos que la pelearon duro toda la vida. Sin embargo, hoy, al cuerpo y a la mente les cuesta mucho más subir la pendiente, por eso se terminan tomando decisiones que tiempo atrás hubiesen sido inconcebibles. Y de repente, aunque no azarosamente, aparece ese otro que viene a desbaratar la rutina obligándonos a reacomodar todas las fichas de nuestro tablero de preconceptos y actitudes automatizadas. Sólo se trata de convivir: ésa es la historia que viene narrando Thomas McCarthy desde su primer film. En aquella película, The Station Agent, un conmovedor Peter Dinklage pretendía volverse ermitaño para constatar que esa meta era imposible, porque había otros seres muy cerca suyo, igual de solos, que le entregaban genuinamente un afecto irrevocable. Luego llegó The Visitor, una de las películas más bellas de los últimos años, un elegante manifiesto político en el que Richard Jenkins descubría al mismo tiempo la felicidad de un amor maduro y la humillación producto de la persecución racial (o “antiterrorista”, si prefieren ese término diplomático). En su tercer trabajo, Win-Win, McCarthy potencia la veta humorística aunque sin relativizar en ningún grado la plataforma dolorosa y urgente.
Aquí otra vez el relato impone una convivencia que no estaba en los planes de nadie y que se asume, en principio, con malestar y confusión, hasta que el prejuicio cede y los hechos confirman que el otro no es un enemigo. Resulta absurdo aclarar esta evidencia, pero en un mundo al revés parecería ser necesario forzar la cercanía física, el cuerpo a cuerpo, para por fin observar y comprender al otro en su real dimensión. Las películas de McCarthy ponen la lupa justo ahí, en ese cruce inesperado, para revelar hasta qué punto el más imperceptible gesto solidario puede transformar completamente una existencia.
Cuando se estrenó The Visitor, algunos críticos le reprocharon la excesiva candidez con la que eran retratados los personajes, como si todos fueran “casi ángeles” en medio de un paisaje oscuro. Es raro lo que ocurre: en nuestra demanda de verosimilitud a veces acabamos exigiendo una cuota básica de cinismo a películas que nunca tuvieron esa aspiración. Lo que me pregunto es por qué es tan difícil aceptar que en el planeta real -y por ende, en la ficción- es posible encontrarse con buenas personas. En Win-Win, más allá de todos los errores (sanamente humanos), los protagonistas son buena gente, gente que se hace querer de verdad, y eso es algo que el director transmite con particular talento. Por eso ese estallido que metafóricamente se anuncia al comienzo del film nunca llega a consumarse como tal. Hay decepción, hay angustia, hay tristeza, pero no hay espacio para el odio radical. No vale la pena.
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