viernes, 16 de enero de 2015

La vida nueva, de Santiago Palavecino


Publicado en octubre de 2011

Lo dicen todos y yo no tengo más remedio que confirmarlo: la actuación de Alan Pauls es efectivamente extraña. Al encarar La vida nueva no sabía absolutamente nada sobre el film, aunque sí me había llegado este “rumor” que advertía sobre el fallido desempeño del escritor argentino en su primer protagónico en el cine. En la ficción Pauls habla como si estuviera en otro lado, en otra frecuencia, lejos de ahí. Su dicción suena impostada, su timbre quiebra los climas y su expresión roza lo anémico, pero todos estos rasgos son demasiado notorios como para no intuir que fueron deliberadamente enfatizados por el realizador del film. En una entrevista escuché a Santiago Palavecino sugerir que el perfil bressoniano de Pauls tenía una motivación, pero no explicó cuál (y está muy bien, porque el artista no tiene que explicarlo todo, no necesita justificar sus búsquedas por más inauditas que sean, pues en definitiva es el espectador quien evaluará si funcionan o no). Dado que los demás actores responden a una marcación naturalista, el rostro de Pauls se nos torna todavía más pétreo y su voz se vuelve esquiva y por momentos exasperante. Habría que ver si en este hombre-iceberg no se esconde la punta que permite pensar toda la película.
Juan (Pauls) y Laura (Martina Gusmán) viven en algún pueblo de la provincia de Buenos Aires. Él es veterinario de animales de campo y ella es profesora de piano. Su vínculo está en crisis. Una noche Juan es testigo de una riña callejera que termina con un adolescente en estado de coma. Como el culpable del caso es el hijo del hombre más poderoso del lugar, a Juan lo obligan a callar. Mientras tanto, alguien regresa al pueblo para acompañar a la familia del muchacho internado: es el tío del chico, Benetti (Germán Palacios), quien hace años se marchó para dedicarse a la música. El relato replica triángulos: los jóvenes se pelean por una mujer; los adultos alguna vez padecieron lo mismo pero parecen no haber aprendido nada. La única respuesta es la violencia. Pero existe otro triángulo cuyas líneas son más difíciles de fotografiar, porque no son visibles, porque hoy se hicieron cuerpo, biología: la red trazada entre el sujeto, el otro y el sistema.

La narración es dispersa, elíptica, tejida con ramalazos de géneros canónicos (melodrama, policial, western) y abierta a un devenir incierto que despierta un genuino interés para dejarnos finalmente desazonados, hundidos en un paisaje reconocible del cual nos gustaría huir. Porque más allá de todas las sutilezas estilísticas que juegan con el desvío hacia la abstracción, Palavecino logra enraizar su fábula en un mundo concreto, brutal y corrupto en donde ya nadie se inmuta cuando los crímenes se ocultan, los inocentes son condenados y las felicitaciones se compran. La película, sin embargo, no impone un tono de denuncia ni pretende juzgar a sus personajes. Al contrario, una lectura apresurada indicaría que el film apaña la conducta de Juan en el conflicto judicial (es decir, la hace comprensible al mostrarlo presionado por el contexto). Pero el asunto es mucho más complejo. La mentira es una rueda natural de la dinámica social. Fingir es un modo de ser. ¿La clave será salir del pueblo, entonces? ¿Para qué? ¿Para acabar como Benetti, soberbio y desesperado? En esta historia nadie está demasiado convencido de las palabras enunciadas, por eso es mejor atender el mensaje de los cuerpos, los gestos inevitables, los reflejos intempestivos, como la inquietante escena de los animales liberados en la estancia, en la cual el hábil montaje permite que lo simbólico se deslice tenue, lúcidamente, sin caer en la evidencia.
Volviendo al personaje de Juan, es escasa la información que tenemos sobre él. Ahora no recuerdo si en algún momento del film lo vemos curar a un animal, pero sí queda claro que puede sacrificar una yegua con un disparo si el jefe se lo pide. Por otro lado, Juan reside con Laura en una casa que vamos descubriendo de a poco; primero a través de planos cortos del interior para luego constatar, con planos generales, que están en una bella casa con pileta, seguramente una dependencia más dentro de la estancia de su empleador. Ahí empezamos a entender que, en el fondo, Juan desea otra cosa, algo que sea suyo, algo real. Siempre fue consciente de que respiramos en una maqueta, y tal vez por eso su extraña voz se haya entrenado para interpretar una apariencia, para encubrir un sentir. Juan no tiene nada. Cuando le dice a Laura que la quiere y que quiere formar una familia, ella se ríe. “Una vida juntos”, afirma él, y como espectadores nos preguntamos qué es lo que tuvieron hasta ahora. ¿Una vida solitaria, prestada, ajena, en suspenso? Y sí. La vida determinada por el poder, por la clase, por el miedo. Combatir todo eso sería comenzar a delinear algo distinto, la nueva vida, la vida auténtica. Si la película nos deja sumidos en la amargura es porque no ofrece suficientes guiños para pensar que esa otra vida sea posible. De todas maneras, el final evita la clausura. Quizás Juan no se quede tan solo. Pero eso no importa ya. Terminó la ficción y nos queda el mundo. La tristeza crece, como el desierto.

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