"Todo lo que en la vida pasa a nuestro lado, tan fugaz, raro y desigual, es recogido en un mundo de poemas, en cuadros y grandes ciclos pictóricos, en colores, piedras, sonidos, dando forma a un nuevo y sublime mundo sobre la tierra. A no dudarlo, la belleza sólo puede sentirse a través de manifestaciones artísticas como la arquitectura y la música; sin las artes no sabríamos de la existencia de la belleza."
También tenemos el cine, amigo Jacob, aunque es comprensible que no lo menciones en tu panteón de epifanías. Abandonaste este mundo cuando el cine recién estaba naciendo. Hoy me crucé con tu reflexión en un libro y se me ocurrió que podía escribirte y contarte, por ejemplo, que anoche salí del cine con unas ganas locas de mirar el cielo para beber esa belleza que -como bien decís- muchas veces dejamos pasar. Lástima que estaba nublado. Pero hoy puedo intentarlo de nuevo. Mañana también.
Fui a ver Temple de acero. Hacia el final quedé hiptonizada por una secuencia de una magia hermosísima y triste, para la que no estaba preparada (¿quién puede estar preparado para llorar en una película de los hermanos Coen?). Es que esas imágenes son tan diferentes a todo lo que veníamos viendo. De los paisajes límpidos y las tomas abiertas pasamos de repente a galopar bien cerca de Cogburn y la muchacha herida, pegados al rostro de ella, al borde del desmayo, inmersos en una dimensión casi irreal. Y al mismo tiempo el pulso es más real que nunca, aunque sea evidente el telón artificial que asoma detrás de los actores, ellos y nosotros transportados por unos instantes a las épocas de la delatora (y entrañable) back projection. Es esa alquimia que sólo puede darse en una pantalla. Es una verdad-cine. Entre el sueño y la esperanza, Mattie mira hacia todos lados, porque en su vida jamás miró; tan sólo actuó propulsada por un honor cegador, heredado. Pero ahora parecería descubrir el mundo como si fuera la primera vez. Los cuerpos de los muertos. La quietud de la noche. La soberbia del sol. Mientras me hacía un bollito en la butaca me preguntaba si a Mattie le habrían enseñado alguna vez a jugar con el cielo. Dónde están las tres Marías o la Cruz del Sur. Dónde estuvo su papá. Porque con el correr del relato casi olvidamos que esa niña coraje sigue siendo una niña. Para asumir su derecho a serlo, tuvo que estrechar manos con la muerte. Hasta que la naturaleza dice basta: ya no soporta más espuelazos. Llega el sacrificio y entonces sí, la niña se permite llorar. El hombre liquida el sufrimiento con un fogonazo. O al menos de eso intenta convencerse. Pero qué pequeñito es el hombre debajo de tantas estrellas.
Dejé la sala de cine y el cielo no lucía tan perfecto como lo esperaba. Regresé a casa recordando una anécdota de cuando era chica. Íbamos con mi papá en el auto, solos él y yo, para encontrarnos con nuestra familia que estaba en Miramar. Era de noche, en plena llanura pampeana, y yo no podía entender lo que pasaba en el cielo. Miraba por la ventanilla, intrigada, con tantas contorsiones de cuello y cabeza que papá prefirió estacionar unos minutos. “¿Viste cuántas estrellas?”, me dijo, como si fuera algo totalmente normal. “Sí, como en las fotos de los libros”, respondí. Es que yo estaba frente a una imagen de un manual de ciencias, o de esos atlas de la biblioteca de mi abuela que tenían fotos tomadas por satélites y dibujos del sistema solar. Para mí las galaxias ya venían estilizadas en los libros antes de que existiera el PhotoShop. Y resulta que ahí estábamos con mi papá, con el Torino descansando en la banquina y yo embrujada por ese cielo de brillantina, un poco como Mattie, lastimada por una belleza que no comprendía. Hasta que llegó la explicación que quizás no habría querido escuchar. Al menos no en ese momento. “En la ciudad no las vemos por culpa del smog”, dijo papá, y al decirlo no pudo disfrazar la sensación de pérdida. Volvimos al auto. Cambié la música del estéreo y seguí mirando por la ventanilla, pero de ahora en más sólo a la altura de mis ojos. Dolían demasiado.
La misma modernidad que nos regaló el cine también le fue robando estrellas al cielo. En cada cosa que hoy vemos, en cada producto del presente, anida esa misma contradicción. Por eso, amigo Jacob, sé que nunca voy a entender qué es eso que algunos llaman "civilización".
Yo siempre digo que con las películas de los Coen me pasa que me gustan y las recuerdo, pero desafectivizadas, como si fueran demasiado mentales. Esta, en cambio, la sentí.
ResponderEliminarEs devastadora la escena que referís, a mí también me agarró un poco con la guardia baja, pero bueno, como dice Mattie, todo se paga en este mundo de alguna manera y la belleza también tiene su precio.
Hola, Martín,
ResponderEliminarMás allá del recuerdo y el carácter personal de este post, quise destacar esa secuencia porque resignifica el film y la sentí genuina por parte de los Coen. Es una invitación a repensar el mito del héroe; la relación padre-hijo; el lugar de los niños en una sociedad violenta.
Es cierto que los hermanos, con su típico cinismo, suelen distanciarnos de sus personajes, pero cuando ingresan en la negrura de verdad, como en “Sin lugar para los débiles”, esa angustia se siente y se sufre. Hay varios lazos entre ésta y “True grit”, además de ser ambas muy clásicas en lo narrativo. Por eso es interesante que True grit esté ambientada en el siglo en donde todavía se estaba fundando una nación (que luego terminaría siendo el “no country for old men”). La clave de lectura de “True grit”, en mi opinión, reside en la escena de los ahorcados (y sus últimas palabras), donde se vuelcan las contradicciones que surcan el pesimismo de los Coen.
Un abrazo.
Bellisima película y tus palabras no se quedan atrás... acabo de encontrar tu blog y me voy a poner a leerlo un poco... pero vi esta peli hace unos días y me pareció hermosa..
ResponderEliminarSaludos!
Gracias, Syd. Ojalá te enganches y pases con frecuencia por acá.
ResponderEliminarUn abrazo.