Incriminaciones
No se lo digas a nadie (Ne le dis à personne), de Guillaume Canet (Francia, 2006)
Sin retorno, de Miguel Cohan (Argentina, 2010)
Al joven director de No se lo digas a nadie lo vimos actuar hace un par de años en la comedia dramática Juntos, nada más. Parece que Guillaume Canet tiene un buen respaldo en la industria, ya que si algo sorprende en su película es la cantidad de rostros conocidos que la pueblan (¿y a éste dónde lo vi hace poco? El film funciona mejor como mnemotec de estrellas francesas que como policial). Ganadora de cuatro premios César, muy taquillera en su país, la película llega a la cartelera local con varios años de demora, para quedar a la sombra de una opera primera argentina estrenada el mismo día. Ambas tienen en un centro un dilema similar: un hombre es acusado de homicidio, aunque los indicios suministrados por el relato señalarían que ese hombre no es el culpable.
Basado en la novela “Tell no one” del norteamericano Harlan Coben, Ne le dis à personne tiene algo de El fugitivo, solo que la huida del marido de la víctima no se produce luego del crimen, sino ocho años después, cuando se reflotan ciertas pruebas que lo involucran. Lo definiría como "thriller cool", una superproducción con toques suntuosos pero poca pasta, como esa persecución callejera que no tiene nada que envidiarle a la saga Bourne, pero que a la vez resulta intrascendente, puro alarde técnico. O el gesto très sofistiqué de insertar "With or whithout you" de U2 en el momento menos esperado, en medio de una psicosis que no cuaja con el recato de Bono, y todo porque se supone que deberíamos leer el conflicto del protagonista en clave romántica. Pero no, la veta romántica nunca cobra densidad, como tampoco se sostienen los hilos de la conspiración, y el problema no pasa tanto por el verosímil sino por la forma caprichosa en que se le ofrece la información al espectador. Al comienzo se habían ocultado las circunstancias del crimen, y ahora se trata de reconstruirlas acatando los datos sueltos como vienen, a la marchanta, con un punto de vista narrativo repartido en mil trozos, uno más volátil que el otro. En el tramo final, vueltitas de tuerca mediante, empiezan a caerse las caretas, aunque para esa altura ya no nos importa quiénes estaban detrás de ellas.
Sin retorno toma el camino inverso. Muestra los hechos con nitidez para que, desde el inicio, uno sepa quién hizo qué cosa. El eje del film es un accidente en la vía pública que activa una trama de mentiras, irregularidades y suposiciones erradas. Ya sabemos qué ocurrió: ahora hay que ver qué actitud adopta cada personaje ante la perspectiva de un castigo. Y cómo nos posicionamos nosotros. La película inquieta porque nos incrimina. Desde afuera, desde la serenidad del deber ser, es sencillo decir que ante el hecho existe una única reacción posible: la ética. Pero basta con dudar por una fracción de segundo para comprobar que en nuestro entorno ya no operan las reacciones “normales”, precisamente porque hoy la norma es la impunidad. El film anuda los recorridos individuales con la lógica de un sistema mayor, por eso la angustia que transmite se potencia con el recuerdo todavía humeante de Carancho y El Rati Horror Show.
La película tiene un punto débil en ciertos actores secundarios, como los que interpretan al amigo del adolescente y a la esposa del acusado, cuyas imprecisiones resaltan frente a los impecables trabajos de Martín Slipak, Leonardo Sbaraglia, Luis Machín y Ana Celentano. Pero más allá de esto y algún otro detalle menor, estamos ante un film riguroso que sabe aprovechar los recursos más llanos de la narración clásica. En principio, organiza el punto de vista múltiple con transparencia y economía. Por ejemplo, en la primera parte, mientras el relato se concentra en la familia de Slipak, no necesita acudir a Sbaraglia para forzar la tensión venidera. En el cine de hoy abundan las historias corales que abusan del montaje paralelo y apuestan al impacto de las casualidades. Con la excepción de la secuencia del accidente, Sin retorno evita el ir y venir entre un personaje y otro, y se limita a dar informaciones precisas sin crear falsas expectativas.
Otro aspecto logrado es la ausencia de psicologismo. No le interesa al realizador fabricar la subjetividad de sus personajes para mostrarlos sensibles, como sí lo hace el director francés apelando a la estilización. La cámara de Cohan expone, enuncia, sin duda elige desde dónde mirar, pero hace todo lo posible por no imponer moldes ni adjetivaciones a sus criaturas. Su relato es sobrio, seco, lineal. La decisiones tienen consecuencias, los hechos se precipitan. Queremos frenarlos y no podemos. Será por eso que nos perturban tanto las elipsis en esta película. Creíamos que la historia no llegaría a ciertas instancias, y sin embargo llega y las rebalsa. Pensábamos que íbamos a comprender ciertas cosas que, finalmente, no tienen explicación. Es nuestra responsabilidad inferir los procesos más íntimos de los personajes. Quisiéramos creer que la culpa siempre perseguirá a los impunes, pero es evidente que son muchas las personas capaces de limpiar su conciencia con un simple fundido a negro.