Es un clásico del cable. Si la conocen, seguramente la pescaron haciendo zapping. La vi hace más de diez años largos, creo. Sé que la volví a ver al día siguiente, y una semana después la vi otra vez. No exagero si digo que la historia de Nick y Brandon fue una de las que más me conmovió en toda mi vida. Sublime Eric Roberts en el papel de un hombre que se despide del mundo organizando una gran reunión para amigos y familiares, una fiesta que representa la última chance para que el amor de su vida se acerque y acepte que cometió un error. En una inteligente introducción, Randal Kleiser resume los años de felicidad de la pareja. Justo cuando empezamos a encariñarnos, la relación se fractura por la enfermedad que contrae Nick. Pero resulta tan nítida, tan respirable la devoción que ambos personajes se prodigan, que todo el relato aparece envuelto por ese aura de destino, esa flecha lastimada, aunque ellos ya no estén más en contacto.
De eso se trata It’s my party: de abogar y sufrir por ese contacto que se demora una y otra vez, mientras no podemos dejar de oír el tortuoso tic tac. Ahora que escribo comienzo a entender por qué adoro esta historia: creo que nunca antes había estado frente a una película en la que deseara con tantas ganas ver el abrazo amoroso entre dos hombres. Sólo importó el beso. Fue mi primera vez, como atravesar un umbral privilegiado hacia la empatía absoluta. ¿Sería un extrañamiento muy íntimo lo que hasta entonces no terminaba de vencer? Antes había visto otras películas con relaciones homosexuales, claro, pero a mí me tocó hacer clic con Nick y Brandon, seres ficticios a quienes estoy agradecida por una sinceridad que se hizo piel, conciencia, igualdad.
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