“¿Me puedes acunar?”, le pregunta Mousse (Isabelle Carré, pura suavidad) al señor que acaba de seducir en un bar con mesas al sol. Ante la perplejidad del hombre, cuya intención tan solo era encamarse con la apetecible joven, ella aclara: “Te pones ahí, te sientas detrás de mí… y me acunas”. Él accede, ella le toma las manos y ambos comienzan a recorrer la enorme panza. Porque dos manos no alcanzan para abarcar todo ese mundo.
Si una película puede definirse a partir de una escena, en El refugio (Le refuge) me quedo con ese encuentro pasajero entre la protagonista y ese hombre desconocido que se confiesa adorador de las embarazadas. Ella acepta acompañarlo a su casa, pero en la intimidad no consigue relajarse. Hasta que ruega un abrazo, y llega el abrazo, y el rostro de la mujer se enciende de paz, con las manos del otro templando ese vientre que ella venía acariciando en soledad. La piel luce brillante y tensa, tal vez vidriosa, como ojos que no se lanzan del todo a llorar. Una piel que nos recuerda que algo falta, que es muy difícil ser sola y a la vez caminar firme hacia el abismo que significa parir una vida. Que se necesitan dos, no importa quienes conformen el par. Mousse no habría sobrevivido sin la sensibilidad de su cuñado Paul (Louis-Ronan Choisy). En esos cuerpos que la cámara imanta, con todos sus roces, ansiedades y temblores, François Ozon fecunda su utopía: recuperar la idea de que de a dos la aventura puede ser mejor. Más dulce y más divertida.
Basta conocer un poquito la obra del director francés para adivinar que su nuevo film no es una cruzada contra la libre elección de criar a un hijo sin tener pareja, ni es tampoco una defensa del matrimonio tradicional (el relato prueba que un homosexual ostenta las mismas condiciones que cualquier madre o padre hetero). Lo que sí le interesa a Ozon es frenar un poco este tren en el que todos viajamos colgados, sin mirar, blandiendo la muletilla de que “hoy las cosas son así”, y nos convencemos de que no tenemos muchas opciones porque la soledad es un saldo de la época, y nos decimos que a pesar de estar solos no deberíamos privarnos de ser padres, o madres, o todo junto, etcétera, etcétera. (Hablo de ese hipotético "nosotros" que nos arrastra y que también llamamos "opinión pública").
Ozon duda de que todas estas sumisiones al destino moderno-monoparental resulten tan naturales. Su cine nos obliga a formularle preguntas al presente a partir de estrategias narrativas tan ambiguas como agudas (recordemos la desconcertante Ricky). ¿Por qué una mujer llega a ser madre soltera? ¿Qué miedos la abrazaron antes? ¿Qué la lleva a decir que "no existe" el papá del bebé? ¿Por qué un muchacho necesita escapar clavándose heroína en la vena del cuello? Este es el látigo de Ozon, una estética que lastima incluso en la que se presenta como una película luminosa, plena. Y todas son preguntas que engendra la sociedad de hoy, angustias que nos tumban antes de que podamos empezar a procesarlas. Para Ozon el hombre aún está muy lejos de ser ese "sujeto programador de los deseos" que el individualismo cree haber moldeado a gusto y piacere. Apenas somos cachorritos hambrientos de ternura.
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