Vincent (Bruno Todeschini) está en la cárcel. La condena es de siete años, una eternidad para la piel. Maité (la extraordinaria Valérie Donzelli) lo visita dos veces por semana. Le lleva ropa limpia y perfumada. Ella no quiere pensar ni mirar calendarios. Pero algo crece, irrefrenable: el miedo a no poder esperar.
Vincent dice que está aprendiendo a ser prisionero. “Tengo que olvidar que el tiempo pasa. Es algo mental, un ejercicio”. Miente. La cabeza no se detiene jamás. Mil visiones se le disparan como pelotitas de pinball. Mil pulsiones por segundo. Entonces aparece Jean (Cyril Troley) con su carita de niño asustado. Él es guardia de la cárcel y un día conoce a Maité.
Tres personajes, tres signos de interrogación, tres exterioridades. Dos de los extremos siempre mirarán al tercero, con celos, culpas, venganzas imaginarias. Con la esperanza de que ese otro, invasor, algún día se desvanezca. Jean-Pascal Hattu se distancia, los estudia con reservas, sabe que la psiquis tiene motivos que el cuerpo no comprende. Y viceversa. Cunde un aroma parco, bressoniano, que parecería secar el cauce del erotismo. Hasta que la necesidad humedece la imagen, las mejillas de Maité, los ojos de Jean. Y el film se abre como tímido volcán.
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