El viernes por la tarde fui al predio de la Rural con la intención de visitar la Feria del Libro. La fila para ingresar que se extendía bordeando la avenida Santa Fe era larguísima, eterna y ancha, porque ni siquiera era una hilera en la que una persona formaba detrás de otra, sino que eran grupitos amontonados. No llegué a divisar dónde terminaba esa cola, y había otras colas similares en otros lados. Y pensar que luego esa increíble masa debe distribuirse entre los pasillos y las mesitas de los stands, todos amuchados como en un camión jaula, cuando lo que uno quiere es tan solo recorrer y mirar libros, quizás con la esperanza de dar con ese ejemplar que creíamos agotado para siempre. Desistí, no entré y regresé a casa preguntándome cómo es posible este fenómeno. ¿Cómo lo logran? En la revista Ñ de ayer encontré este interesante análisis.
Una batalla por el control del sentido
Por Luis Diego Fernández *
La pregunta la formularía el filósofo Immanuel Kant de la siguiente forma: ¿cuál es la condición de posibilidad para que exista la Feria del Libro? La Feria del Libro resulta una cartografía extraña por la siguiente cuestión: las editoriales venden pero no ganan dinero, los lectores asistentes en su mayoría son "no lectores", es decir, no suelen ser clientes usuales de librerías, los autores firman, presentan y se exhiben en público –aunque en general gran parte de ellos son fóbicos sociales–, los libreros se quejan porque es el único momento en el año en el que las editoriales venden de forma directa, por ende, ejercen cierta competencia con ellos. Es decir: todo parece pasar por un potente conflicto de identidad de sus agentes: nadie hace lo que sabe. ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Por qué la Feria del Libro es, básicamente, una suerte de tómbola o muchedumbre sistemática que año tras año repite un ritual cuyo centro parece vacío? ¿Si el sentido no es económico, cual es la finalidad, entonces? ¿Quiénes ganan? Bueno, el ente organizador gana y también los constructores de los stands. Poco más.
Uno podría ver al predio de La Rural como un campo de batalla por el sentido. Un campo de fuerzas en pugna, más simbólicas que efectivas, más icónicas que evidentes. La Feria del Libro es, básicamente, un inmenso dispositivo que se implanta año tras año. Es algo que sucede, es un factum. Punto. Desactivar ese dispositivo no parece, de momento, una opción viable. ¿Qué es un dipositivo? Siguiendo a Michel Foucault podemos decir que esencialmente se trata de una estrategia que interrelaciona individuos con elementos, con discursos, con objetos, con prácticas –y en el caso de la feria, con lemas que cambian año a año, con comida, con bebida. Es una red que relaciona diferentes actores con una finalidad determinada. Es una máquina, una suerte de ovillo que entrecruza, en el fondo, poderes. El "dispositivo feria" pone en relación editoriales –de todos los tamaños–, autores, lectores, editores, libreros, constructores, proveedores... El "dispositivo feria" funciona como una máquina que produce reacciones y conductas, altercados y conflictos, ventas y compras, entradas y salidas. (…)
Muchas veces se escucha: "hay que ir a la feria". Ese "hay" es como un imperativo categórico que adviene, precisamente, de lo que ese dispositivo genera en sus actores. Poco importa quién lo pronuncia o las razones tras de sí, pero el "hay" ocurre y todo se moviliza.
El "dispositivo feria" podría ser profanado. Solución interesante que aparece en el pensamiento de Giorgio Agamben. El concepto de profanación se define por lo siguiente: "restituir al uso común de los hombres". Ahora bien, ¿en el caso de la feria, qué debería ser restituido? ¿Nuestro acceso a los libros? Es posible. Pero también es altamente probable que a esta altura el "dispositivo feria" sea improfanable. No es casual que el stand de mayor convocatoria haya sido durante años el de Fernet Branca y ello es por una razón: no venden libros ahí, regalan bebidas.
* Artículo publicado en la Revista Ñ (08/05/10). Ir al texto completo.