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A man who ate his cherries (Irán, 2009). Dirección: Payman Haghani. Sección: Competencia internacional.
Fotografía en blanco y negro. Interior de una fábrica. Un obrero grita cuando su mano queda atrapada en una máquina. Así comienza el film dirigido por el joven realizador iraní Payman Haghani, Un hombre que comió sus cerezas, por lo que resulta inevitable pensar en Los compañeros (1963), de Mario Monicelli, en donde un similar accidente de trabajo agitaba el malestar de los empleados hasta derivar en una complicada huelga. La diferencia entre ambas películas es que, aunque parezca mentira, pasó casi medio siglo y la solidaridad entre los compañeros ya no es la misma. Ese otro que trabaja al lado mío hoy ya no representa un par, un potencial aliado, un ser humano. Ese otro es una mera contingencia.
En la historia que narra el film iraní, lo primero que especulan los otros obreros es que el herido se lastimó la mano a propósito, con el fin de cobrar el seguro. En ese momento, la cámara toma a los trabajadores durante su almuerzo, con el foco puesto en los dedos y en cómo cada uno de ellos se vuelve imprescindible para el acto de comer (y para cualquier otra tarea cotidiana, claro). Entre esos hombres se encuentra el callado Reza (Hassan Pourshirazi, inmejorable), quien horas después descubrirá que su esposa ya no lo quiere. Deberá encarar el divorcio y entregarle a ella parte de su ínfimo patrimonio, tal como lo estipula un acuerdo matrimonial.
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La película de Haghani, entonces, parece una respuesta a aquel film premiado en el festival de Cannes. La angustia de Reza es lo que nunca nos contó la fábula de Kiarostami. Que transcurra en Irán es lo de menos, porque el conflicto que narra es universal. Un cine de la duración, con un minimalismo subyugante, de implacable precisión. Regalar el tiempo a quien lo retribuye con monedas. Someterse sin alternativas a la indiferencia del Capital, sin compañeros de ruta, sin delirios íntimos, sin ningún tipo de amparo. Empapar de lágrimas el overol sin otro consuelo que la resignación. Y regresar a casa para encontrarla vacía. Abrir la heladera sólo porque el ademán biológico así lo exige. Manotear esa última lata de atún y derramarla sobre un plato. Probar dos o tres bocados, tragarlos sin ganas, hasta sentirse lleno, asqueado, vencido por la propia soledad.
Y llorar. O fantasear con relucientes y jugosas cerezas. A veces la vida es eso, y no mucho más.
1 comentario:
Pero el sabor de la cereza, el perfume del jazmín o el incesante azul violeta del jacarandá florecido hoy se me hacen motivos suficientes para querer vivir esta vida en blanco y negro.
Muy buenos tus apuntes marplatenses, Caro. Un beso.
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