Pero los fantasmas vienen descarrilando y no hay red que los contenga. Se pavonean tanto en el sueño como en la vigilia. Pueden ser actores de carne hueso o digitalizados, susurrantes o chillones, sucios o hiperproducidos, vengadores o protectores. Hacen cualquier cosa que el guión disponga, desde simbolizar el espanto metafísico ante la muerte hasta mutar en una simple araña para dar un susto estándar. Exhibicionistas y caprichosos, han perdido autoridad, tal como lo confirma este film del debutante Peter Cornwell.
En Invocando espíritus (The Haunting in Connecticut), el personaje de Virginia Madsen tiene un hijo adolescente con un cáncer en estado avanzado, motivo por el cual la familia completa se ve obligada a mudarse a un sitio cercano a la clínica que asiste al joven. Es la típica historia de casa embrujada, pero con un plus: a las escenas fantásticas se adosan, sin solución de continuidad, imágenes del cuerpo en pleno tratamiento oncológico.
Si en clásicos como El resplandor y Poltergeist el suspenso se elaboraba con ambigüedad y paciencia, aquí los trucos se agotan pronto y el relato ni siquiera deja margen para la especulación, porque resulta que al pibe –que padece los acosos del Mal apenas se muda– se le ocurre instalar su habitación nada menos que ¡en el sótano! Es obvio que así los fantasmas te van a venir a buscar enseguida.
* Artículo publicado previamente en el diario Crítica (20/08/09)
No hay comentarios:
Publicar un comentario