lunes, 16 de marzo de 2009

Por una emancipación de la mirada


El año pasado escribí este texto para el blog de un grupo de alumnos de la universidad. Lo concebí pensando en ellos, de allí que por momentos el texto adquiera cierto tono didáctico. Pero cada palabra está escrita con convicción y deseo, por eso lo comparto. Quisiera leerlo como el borrador urgente de un futuro manifiesto.

En la película La mujer sin cabeza, de la directora argentina Lucrecia Martel, la protagonista tiene un accidente mientras va manejando su auto por una ruta de Salta. Atropella a un perro, según indica la imagen. Aparentemente también atropella a una persona, pero esto la película no lo aclara. Al principio, la mujer tiene dudas, que se irán despejando con el avance del relato: se descubre el cadáver de un chico y ella se sabe responsable. Pero su familia lo niega, le dice que está “confundida”. El entorno -una determinada clase, en verdad- se empecina en negarlo, urdiendo una extraña complicidad. Una complicidad frente a la muerte que la Argentina conoce muy bien.

Lo que hace extraordinario al film de Martel es su interpelación crítica a la mirada: desde el accidente, y como si fuera una especie de revelación metafísica, la protagonista empieza a ver todo aquello que antes pasaba inadvertido. Comienza a registrar a los otros, a los desplazados, a sus sirvientes, ¿a los desaparecidos? Esta mujer sin cabeza logra ver con nuevos ojos, pero no sabe qué hacer con eso que siente. Es comprensible: usó anteojeras toda la vida. Todos las usamos, de una u otra manera; de lo contrario, sería imposible tolerar el dolor cotidiano de lo real. El problema para el capitalismo criminal es que lo real insiste. Crece el malestar en la cultura. La resignación se afianza. Y la sensación de desamparo es cada día más insoportable. “La fragmentación y la precarización de los procesos productivos -analiza el italiano Franco Berardi- ha vuelto sumamente frágiles las identidades sociales, la presencia del otro se ha vuelto discontinua, incómoda, competitiva”. (1) Pero ese otro está, aunque la retórica del individualismo venga intentando desde hace siglos descartar el concepto del hombre como ser social.

Si apelamos al arte para pensar el mundo es porque hoy las otras esferas de intercambio social se presentan esquivas, volátiles, cuando no directamente ajenas: nos referimos a los medios de comunicación masiva, el espacio público tradicional (el grupo, la calle, la plaza) y, especialmente, la política. El artista es ese ser privilegiado que, en su lucidez y en su capacidad para trascender el presente, aún tiene la fuerza para cachetearnos y sacudirnos del letargo. En una entrevista, Lucrecia Martel ensayó esta idea: “la moral se funda a partir de una domesticación de la percepción”. De ese se trata, entonces. De aprender a ver. De hacerse cargo. De actuar en función de lo que percibimos.

Hoy, otorgar un sentido a la acción es un ejercicio extremadamente complejo. Lo que define al sujeto contemporáneo es una profunda impotencia. Ya no puede confiar en nada ni en nadie, y en consecuencia, se perdió la voluntad de compromiso político. “La habilidad de hacer proyecciones a futuro -explica el sociólogo polaco Zygmunt Bauman- es la condición sine qua non de todo pensamiento ‘transformativo’ y de todo esfuerzo por reexaminar y reformar el estado actual de las cosas. Pero las proyecciones a futuro difícilmente aparezcan en personas que no tienen control de su presente”. (2) Para poder proyectar, es necesario tener un punto de apoyo. Una idea, un deseo, una ínfima intuición que funcione como faro. No tenemos nada de eso. No tenemos más que una mochila de desilusiones.

Partimos del vacío. Crecimos en los años de la corrupción obscena, la banalización de la violencia, la promesa de una hiperconectividad tecnológica que por el momento solo parece haber generado una mayor soledad. El mejor sistema de gobierno diseñado por el hombre, la democracia, en la Argentina es un bebé que apenas gatea. No parece existir otra alternativa que forjar la acción desde lo negativo, desde la crítica, explorando y potenciando aquello que marca la diferencia, como proponía la dialéctica del filósofo Theodor Adorno. Diferencia que talla la resistencia. El decir que no frente a los mecanismos de opresión que el sistema pretende naturalizar. Es imprescindible resucitar de alguna forma al sujeto histórico, aunque esa empresa tenga sabor a utopía. El sujeto histórico es el hombre que puede abstraerse de su aislamiento individualista y hacerse responsable de su papel en el contexto social. Es el hombre consciente de que su acción puede intervenir en los sucesos que definen el curso de la Historia. El hombre como hacedor de su realidad.

Claro que esta “realidad” no tiene en el siglo XXI esa base de materialidad que alguna vez llevó a Karl Marx a escribir su teoría revolucionaria, anhelando que las conciencias despertaran a la liberación. El mundo ya no puede explicarse a partir de paradigmas omniabarcadores: la realidad está fragmentada, mediatizada, manipulada, atomizada, virtualizada. Es tiempo de apostar a las “micropolíticas”, de inventar nuevas formas de encuentro y discusión, de situar el valor de palabra desde el espacio que tenemos, que puede ser pequeño como un blog –una gota en el océano- pero que de todos modos está, y justamente por ello contribuye a la diferencia.

Hoy respiramos entre los huecos que dejan los simulacros. Y si conservamos la cordura, es porque aún distinguimos las grietas que resquebrajan el discurso paranoico propulsado por el Imperio. Esas grietas representan lo que Gilles Deleuze llamó “líneas de fuga”. Siguiendo al pensador francés, el ensayista Gustavo Santiago escribe: “Ante un sistema que pretende bloquear el deseo, circunscribirlo a las líneas segmentarias, que pretende que cada individuo aparezca "modulado" por una misma frecuencia, lo que hay que hacer es ver qué líneas de fuga se presentan o cuáles se pueden construir, por dónde puede abrirse paso lo inesperado, el acontecimiento, el "devenir revolucionario" que produzca una transformación”. (3)

La era de la reproductibilidad técnica de la imagen y de las representaciones -como bien la denominó Walter Benjamin- no derivó precisamente en una humanidad más sensible (ni en lo estético ni en lo político). Al menos no todavía. Por eso, insistimos: al igual que el personaje de La mujer sin cabeza, y antes de fantasear con un cambio radical a gran escala, urge ensayar un ejercicio más humilde: volver a observar con detenimiento nuestro alrededor, registrar al otro, percibir a quien tenemos al lado. Es necesario activar la emancipación de la mirada. Solo entonces será posible imaginar una insurrección ética.

Carolina Giudici



Referencias
1. Berardi, Franco. Generación post-alfa. Patologías e imaginarios en el semio-capitalismo. Buenos Aires, Tinta Limón, 2007
2. Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002.
3. Santiago, Gustavo. Intensidades filosóficas. Buenos Aires, Paidós, 2008

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