martes, 10 de marzo de 2009

Imponderables

Por François
Truffaut

(Fragmento de la Introducción a Les Films de ma vie, 1975)

Uno se hace tanta mala sangre haciendo una película mala como una buena.
Nuestro film más sincero puede parecer un gran camelo.
Aquel que hicimos con el mayor desenfado dará, posiblemente, la vuelta al mundo.
Una película tonta pero enérgica puede ser mejor cine que un film inteligente y delicado.
El resultado es raramente proporcional al esfuerzo dispensado.
El logro en la pantalla no resultará necesariamente del buen funcionamiento de nuestro cerebro sino de la armonía de elementos preexistentes de los cuales no éramos ni lejanamente conscientes: la conjunción afortunada del tema escogido y nuestra naturaleza profunda, la imprevisible coincidencia entre nuestras preocupaciones en ese momento de la vida con las del público en el momento del estreno.

Podríamos continuar la enumeración.

Se piensa que la crítica debería jugar el rol de intermediario entre el artista y el público, a veces sucede. Se piensa que la crítica debe jugar un rol complementario, a veces sucede. Sin embargo, la mayoría de las veces, el rol de la crítica está desfasado, y no constituye sino un factor entre varios: la publicidad, las condiciones atmosféricas, la competencia, el timing.

Cuando el éxito supera cierto punto se convierte en un fenómeno sociológico y la cuestión de la calidad queda fuera de lugar al punto que un crítico norteamericano escribía, con lógica y humor, que “criticar Love Story sería como criticar los helados de vainilla”. Cuando un realizador norteamericano consigue un éxito con un film muy criticado –The Exorcist sería un buen ejemplo– acostumbra declarar, respondiendo a los críticos: “Señores, esta mañana leí sus artículos y, llorando todo el camino, me fui al banco a cobrar mi porcentaje.”

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