Lo que ocurre con el cine de Quentin Tarantino a veces resulta contradictorio, quizás a su pesar. Sus películas se jactan de homenajear a la cultura cinéfila más llana y entusiasta, ese imprescindible magma que aún hoy sigue venerando al cine por la mera fiesta que propone sin importar los pergaminos de la obra en cuestión. Como productor y como realizador, Tarantino puebla sus ficciones con infinitas referencias a otros maestros, épocas e ideologías, pintando el único cine que según él vale rescatar: el cine del goce plebeyo. Pero algo extraño sucede cuando su estrategia se pone en marcha: por momentos, esas citas son tan sofisticadas, tan limitadas a un nicho específico de fanáticos, que sus películas terminan volviéndose elitistas antes que populares. Ése es el principal problema de Kill Bill y es también lo que complota contra el pleno disfrute de A prueba de muerte (Death proof).
El film fue pensado para ser exhibido en continuado con Planet Terror, la primera parte del proyecto Grindhouse que en Buenos Aires se conoció a finales del año pasado. Pero como el ejercicio no tuvo el éxito esperado, cada película fue aterrizando en el resto del mundo según los cada vez más arbitrarios designios de la distribución. Con dirección de Robert Rodriguez, Planet Terror corrió con la ventaja de la novedad: su rabiosa y divertidísima película de zombies develó que la idea del proyecto era resucitar la estética del cine de acción más berreta de los años 70, empezando por la misma textura de la imagen, que evidencia errores de montaje y rayones debidos al desgaste de la cinta. La misma superficie nostálgica se prolonga aquí, pero el tono de la anécdota y el ritmo del relato son radicalmente diferentes.
El protagonista es Stuntman Mike (Kurt Russell), un loco que con su auto se dedica a perseguir y asesinar muchachas bonitas. El hombre tiene un feo tajo en el rostro y trabaja como doble de riesgo en Hollywood, por eso su Chevy está preparado para chocar y estrellarse sin poner en juego su integridad física. Quienes sufren son las chicas, especialmente la gran Rose McGowan (la misma que en el film de Rodriguez tenía una ametralladora por pierna). Son también ellas quienes ocupan la mayor parte del relato con sus profusos diálogos, algunos más ingeniosos que otros. El vértigo real tarda en llegar porque se nota que Tarantino, en lugar de cuidar la eficacia narrativa, está más interesado en recrear la belleza de la iconografía, la música y las curvas femeninas. A prueba de muerte fluye con gracia y tiene anacronismos simpáticos (un personaje envía un mensaje de texto por celular cuando se supone que son los 70), pero sus guiños posmodernos la tornan demasiado altanera y le restan frescura y humildad, dos cualidades que deberían haber sido su principal bandera.
*Artículo publicado previamente en el diario Crítica (26-02-09)
No hay comentarios:
Publicar un comentario