“Leila lo había dado vuelta como quien da vuelta un baúl viejo, revolviéndolo todo. Ahora sospechaba no ser más que un adolescente, sentimental e imberbe, con las reservas agotadas. Casi indignado, advertía que allí por fin había algo por lo cual estaba dispuesto hasta a morir, algo cuya misma crudeza llevaba consigo un alado mensaje que penetraba hasta lo vivo de su mente. Aun en la oscuridad se sentía a punto de enrojecer. Algo absurdo. Amar era absurdo, como lo es un objeto arrancado de su sitio en la repisa del hogar. Se sorprendió a sí mismo preguntándose qué pensaría su madre si pudiera verlos así, cabalgando entre los espectros de estas palmeras, al lado de un lago que reflejaba la imagen de una luna nueva, rodilla contra rodilla.
-¿Estás contento? –le susurró Leila y él sintió que los labios de ella le rozaban la muñeca. Los amantes no pueden encontrar nada que decirse uno a otro que no se haya dicho y callado mil veces. Los besos se inventaron para traducir en heridas estas nadas”.
Lawrence Durrell (“Mountolive”)
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