Rafael Argullol
La frondosa película de Mariano Llinás es aquí apenas una excusa. No voy a comentarla como se merece, ni siquiera fantaseo con tal imposible empresa; más bien terminaré tomando cualquier atajo para hablar de otras cosas, de esas que me importan solo a mí. Demasiado vasta y demasiado atípica, Historias Extraordinarias amerita otros visionados, otros desgloses, otros análisis. Es un paisaje inabarcable y esquivo, que incita a recorrerlo una y otra vez, y al que seguiremos visitando aunque más no sea para emborracharnos de aventuras de terceros. (Demasiado cobarde es el “sujeto posmoderno” -esto es: nosotros- para elegir una aventura propia, genuina, peligrosa).
Así que aquí solo voy a detenerme en un aspecto que me dejó particularmente fascinada y que hace referencia al mundo analógico que habitan los personajes. Un mundo en donde no existen los celulares, ni las computadoras, ni las agendas electrónicas. Aunque el tiempo de la ficción parece ser el presente (este histérico 2008), el espacio de la trama anula cualquier referencia a los artificios digitales. Ignoro si eso es mejor o peor que lo que nos tocó en suerte en nuestra -aparentemente- inapelable actualidad tecnológica. Lo único que sé es que Historias Extraordinarias logra una fotogenia en muchas de sus escenas capitales que jamás podría haber conseguido si el espacio-tiempo de su argumento requiriera de un andamiaje cibernético.
Me explico: no hay Google en este universo. Si un personaje necesita investigar, debe contentarse con los vericuetos de décadas pasadas: viejos archivos, estantes, cajones, polvo, recortes de diarios pegados con plasticola, carpetas desordenadas, hojas rebeldes, fotos amarillentas, mapas ajados pero precisos. Tal vez una noticia oída al pasar en una radio de provincia, con esos locutores engolados que nos resultan ajenos y que, sin embargo, pueden aniquilarnos instantáneamente al presentar una canción de Reo Speedwagon. I can’t fight this feeling any longer. And yet I’m still afraid to let it go.
Quien se lanza al desierto verde es un héroe aburrido, deseoso de protagonizar una acción cualquiera (porque, recordemos: la acción es lo que nos hace personas). Y entonces es inevitable pensar en Ricardo Darín en El Aura y todo lo que ha heredado Llinás del gran Fabián Bielinsky (te extrañamos, maestro).
Héroe que avanza con un bote sordo y un remo como escudo, sin brújula ni radar. Héroe con ojos que se relamen al leer una vieja carta con la tinta corrida (¿cayeron gotas de mate o de sal?). Héroe con manos que se erotizan al palpar un documento que encierra alguna suerte de intriga, tan cinematográfica como incomprensible. Héroe de carne y hueso, impertérrito ante ese último software que -se supone- debería ahorrarnos tiempo, cuando a la larga solo sirve para congelar la emoción. Héroe que se hace querer al volverse tan pampeano y húmedo, aunque provenga de otros pagos y prefiera coronar sus peripecias con los colores de una avenida africana.
El papel deja rastros (al fin y al cabo, es madera), así como quedan las huellas en la tela de los pintores más vehementes: observen el afiche de la película, que claramente remite a la estética de Vincent Van Gogh. Un pincel que toca la tela, trazo aguerrido que se torna indicio, que se apega con orgullo a la materia para imprimir su corporeidad.
Pero volviendo al planeta real, el hoy, ¿qué es lo que hacemos con nuestro intercambio de mails? ¿Acaso los guardamos? ¿Los imprimimos? ¿Los mojamos si lloramos? ¿Acaso nos reímos? (¿Vos recordás algunos de los míos? ¿Imaginás hasta qué punto yo cuidaba cada oración para que la idea te llegara sin malentendidos?) ¿No es más cómodo deletearlos si nos generan dolor? A lo sumo, intuimos que quedan en la bandeja de enviados, o en el buzón, o escondidos entre el spam, los compromisos laborales y tantas cadenas absurdas. Y ni hablemos del chat o los mensajes de texto en el celular, que ya ni conservan ética ni historial. Ellos ni siquiera califican a la hora de narrar (y sin embargo, cuánta angustia o alegría nos generan en su brutal fugacidad).
Hemos olvidado el placer de desgarrar con los dedos una carta, presas del odio y del amor y de los celos. Evitamos la catarsis refrescante de tirarla al tacho o quemarla de a poquito con una vela o un encendedor. Antes las palabras sabían lucirse y crepitar. Hoy han perdido la fuerza, el peso, el sentido. Por eso Llinás, a través de esa voz narradora inteligente y sofisticada, se dedica a reivindicar la palabra. Y yo lo aplaudo por su soberbia, una vez más.
Llamame retrógrada, nostálgica, necia. No me interesa anestesiarme con el mp3, ni trasnochar en el chat creyendo que así atempero soledades, ni me conformo con enviarte un mensajito para saber que cumplí con un saludo formal (no me gusta usar celular: el que tengo me lo regalaron y solo lo aplico para lo elemental). Al mismo tiempo, creo que Internet es una herramienta revolucionaria que apenas está aprovechada. Y vaya contradicción la mía: sin la posibilidad del blog este texto sería poco factible y todo lo que escribo quedaría guardado en alguna carpeta de mi PC. (Sincerémonos: en el fondo, nunca lo escribiría).
Y sin embargo…
No hay como esa tarjeta de tu puño y letra que aún guardo en algún libro (y eso que hablo de breves tarjetas y no de cartas de papel… se escaparon a mi época).
Sigo eligiendo sentir el humo de tu cigarrillo en mi cara.
Disfrutar con las mil y un flexiones de tu boca. Y enfrentarme a todo lo que calla tu mirada.
Atesoro las fotos de revelado antiguo, y hay un álbum que quiero por sobre todos los demás. Puedo deslizarme en esas fotos infinitas veces, con seguridad, sin el riesgo de perderlo todo si un día al disco rígido se le ocurre estallar.
Hemos olvidado el placer de desgarrar con los dedos una carta, presas del odio y del amor y de los celos. Evitamos la catarsis refrescante de tirarla al tacho o quemarla de a poquito con una vela o un encendedor. Antes las palabras sabían lucirse y crepitar. Hoy han perdido la fuerza, el peso, el sentido. Por eso Llinás, a través de esa voz narradora inteligente y sofisticada, se dedica a reivindicar la palabra. Y yo lo aplaudo por su soberbia, una vez más.
Llamame retrógrada, nostálgica, necia. No me interesa anestesiarme con el mp3, ni trasnochar en el chat creyendo que así atempero soledades, ni me conformo con enviarte un mensajito para saber que cumplí con un saludo formal (no me gusta usar celular: el que tengo me lo regalaron y solo lo aplico para lo elemental). Al mismo tiempo, creo que Internet es una herramienta revolucionaria que apenas está aprovechada. Y vaya contradicción la mía: sin la posibilidad del blog este texto sería poco factible y todo lo que escribo quedaría guardado en alguna carpeta de mi PC. (Sincerémonos: en el fondo, nunca lo escribiría).
Y sin embargo…
No hay como esa tarjeta de tu puño y letra que aún guardo en algún libro (y eso que hablo de breves tarjetas y no de cartas de papel… se escaparon a mi época).
Sigo eligiendo sentir el humo de tu cigarrillo en mi cara.
Disfrutar con las mil y un flexiones de tu boca. Y enfrentarme a todo lo que calla tu mirada.
Atesoro las fotos de revelado antiguo, y hay un álbum que quiero por sobre todos los demás. Puedo deslizarme en esas fotos infinitas veces, con seguridad, sin el riesgo de perderlo todo si un día al disco rígido se le ocurre estallar.
Recuerdo de memoria día y hora del encuentro -de todos los encuentros- sin tener que apelar al lápiz láser para agendarlo en algún lugar.
Me lastima la confusa literalidad del chat.
Y antes del batifondo urbano del celular, prefiero escuchar tu voz limpia y reposada en mi teléfono de línea. Y que me cuentes cómo estás.
Añoro tu sudor, tu aliento, tu presencia física.
Me abisma la red de bits, me licúo en las pantallas frías.
Me aburre soberanamente tanto protocolo textual.
Dame un poco de agua, de tierra, de aire y de fuego
(elementos primordiales en estas historias extraordinarias).
Me lastima la confusa literalidad del chat.
Y antes del batifondo urbano del celular, prefiero escuchar tu voz limpia y reposada en mi teléfono de línea. Y que me cuentes cómo estás.
Añoro tu sudor, tu aliento, tu presencia física.
Me abisma la red de bits, me licúo en las pantallas frías.
Me aburre soberanamente tanto protocolo textual.
Dame un poco de agua, de tierra, de aire y de fuego
(elementos primordiales en estas historias extraordinarias).
Con ellos construiré mi aventura.
No necesito nada más.
No necesito nada más.
Como siempre, no vi la pelicula pero tengo alguna referencia, pero tu post fue hermoso, aunque personalmente me adapté más a la tecnología y en otras cosas, comparto tu crítica.
ResponderEliminarTe felicito, que tengas un buen año!! (y si te saludo por acá jajaja)
abrazo
Cecilia: de una forma u otra, siempre nos terminamos adaptando a la tecnología. Lo importante es no natualizar esta extrema mediatización de los vínculos que imponen los artefactos. Gracias por estar ahí, y que el 2009 arranque muy bien.
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