El argumento es simple: Klaatu (Reeves) es un emisario del espacio exterior que llega con su nave a Estados Unidos para advertir que la raza humana será exterminada porque está asesinando a un planeta tan fértil como la Tierra, y ese es un crimen que los habitantes de otras galaxias no pueden permitir. Su intención es hacer el anuncio en una asamblea frente a los jefes de estado de todo el mundo.
La película de 1951 no es una obra maestra, pero conserva el encanto -hoy casi artesanal- de muchos productos de ciencia-ficción de la época, empezando por el simpático plato volador de lata que aterriza sobre Washington. Precisamente porque en aquellos tiempos los efectos especiales eran precarios y acotados, no existía el riesgo de la dispersión que hoy genera el diseño por computadora (CGI), en donde parece no haber límites para la creación mientras los chiches aporten glamour a la pantalla. En este error cae la versión 2008: el despliegue de efectos luce desarticulado (como si un racimo de ideas visuales disímiles estuviera compactado en una misma bolsa), así como es arbitraria la aplicación dramática de ciertos “poderes” de los extraterrestres (que son útiles en algunas escenas y en otras, no).
El personaje femenino, por otro lado, tiene un rol totalmente diferente en el film de Scott Derrickson: se trata de una bióloga (Jennifer Connelly, siempre preciosa y glacial) a quien el Gobierno recluta junto a otros expertos cuando se avecina la invasión. El relato presenta a estos personajes y enseguida los olvida, desperdiciando los diálogos especulativos que podrían haber entablado entre ellos (es otro de los tantos cabos sueltos del guión de David Scarpa). El lazo entre Connelly y Reeves, entonces, está forzado por el interés profesional (la química entre los actores es nula), mientras que en la película de Wise la relación es más ambigua. La mujer es una secretaria que Klaatu (interpretado originalmente por Michael Rennie) conoce de casualidad, y es la curiosidad y la atracción física lo que la acerca al extraterrestre. El alien de Rennie se mueve con mayor libertad por la ciudad y no debe lidiar con toda la parafernalia científico-militar que satura cada secuencia de la nueva versión, en donde una vez más queda comprobado que la norma que regula al ejército norteamericano es la idiotez.
De todas maneras, el punto más llamativo radica en la diferencia entre los dos diagnósticos: el Klaatu de la Guerra Fría se reconoce asustado por el aumento de la violencia, el uso de la energía atómica y el peligro que esto implica para la seguridad de otros planetas. Los visitantes lanzan un ultimátum: si los humanos no detienen la agresión, serán eliminados de la Tierra. Es una advertencia que incluye una propuesta de paz, porque en su mensaje Klaatu-Rennie deja un margen para la elección.
Otro es el cuadro que plantea el Klaatu del siglo XXI: la humanidad ya no tiene vuelta atrás, ni hay esperanza alguna de que pueda cambiar. Esto se lo confirma otro agente extraterrestre (James Hong) que lleva años viviendo entre nosotros. “La tragedia es que ellos saben cómo van a acabar. Lo intuyen -dice el alien de look oriental al referirse a los terrícolas-. Pero no parece que hagan nada al respecto”. Aun así, este agente -más fogueado con nuestras miserias- no quiere dejar este mundo: “La vida humana es muy difícil. Pero a medida que llega a su fin, me considero afortunado de haberla vivido” (le faltó decir: “es lo que hay”).
Reeves decide entonces iniciar el proceso de exterminio. “Si muere la Tierra, mueren ustedes. Si mueren ustedes, la Tierra se salva”, le explica a Connelly, con un sermón lavado que apela más a la conciencia ecológica que a la reflexión política (la política se torna inconducente si el hombre es en esencia malo y destructivo). “¡Podemos cambiar, podemos cambiar!”, clama la científica en su desesperación, sin creer una palabra de lo que dice. Y si el alien termina frenando la nube negra aniquiladora es porque de repente se enternece con las lágrimas de un niño, pero no porque apueste a la evolución pacifista de la especie. En el fondo, todo el discurso de El día que la Tierra se detuvo está construido para convencernos de que el cambio es imposible. Digamos que el ser humano debería morirse ya mismo: sólo seguimos vivos por la piedad de ciertos dioses cósmicos. Nada puede extraerse de una película que desde su misma premisa nos anula como sujetos.
De todas maneras, el punto más llamativo radica en la diferencia entre los dos diagnósticos: el Klaatu de la Guerra Fría se reconoce asustado por el aumento de la violencia, el uso de la energía atómica y el peligro que esto implica para la seguridad de otros planetas. Los visitantes lanzan un ultimátum: si los humanos no detienen la agresión, serán eliminados de la Tierra. Es una advertencia que incluye una propuesta de paz, porque en su mensaje Klaatu-Rennie deja un margen para la elección.
Otro es el cuadro que plantea el Klaatu del siglo XXI: la humanidad ya no tiene vuelta atrás, ni hay esperanza alguna de que pueda cambiar. Esto se lo confirma otro agente extraterrestre (James Hong) que lleva años viviendo entre nosotros. “La tragedia es que ellos saben cómo van a acabar. Lo intuyen -dice el alien de look oriental al referirse a los terrícolas-. Pero no parece que hagan nada al respecto”. Aun así, este agente -más fogueado con nuestras miserias- no quiere dejar este mundo: “La vida humana es muy difícil. Pero a medida que llega a su fin, me considero afortunado de haberla vivido” (le faltó decir: “es lo que hay”).
Reeves decide entonces iniciar el proceso de exterminio. “Si muere la Tierra, mueren ustedes. Si mueren ustedes, la Tierra se salva”, le explica a Connelly, con un sermón lavado que apela más a la conciencia ecológica que a la reflexión política (la política se torna inconducente si el hombre es en esencia malo y destructivo). “¡Podemos cambiar, podemos cambiar!”, clama la científica en su desesperación, sin creer una palabra de lo que dice. Y si el alien termina frenando la nube negra aniquiladora es porque de repente se enternece con las lágrimas de un niño, pero no porque apueste a la evolución pacifista de la especie. En el fondo, todo el discurso de El día que la Tierra se detuvo está construido para convencernos de que el cambio es imposible. Digamos que el ser humano debería morirse ya mismo: sólo seguimos vivos por la piedad de ciertos dioses cósmicos. Nada puede extraerse de una película que desde su misma premisa nos anula como sujetos.