Esperando un milagro
Lo que más se extraña de un festival de cine, con el correr de los días, son dos cosas: la sorpresa y el bullicio. Un festival confirma que el cine sigue siendo hermoso como fenómeno colectivo. Un monstruo pasional con misteriosos tentáculos capaces de atrapar y fascinar hasta al espectador más desprevenido, hasta al más escéptico de los mortales. Una máquina que sella el tiempo en forma de películas y nos empuja a preguntarnos sobre nuestro propio tiempo. Qué hacer con el tiempo.
“¿Acaso no es como si, al comprar una entrada para acceder a la sala, el espectador buscara llenar las lagunas de su propia experiencia, atrapar un tiempo perdido?”, se preguntaba Andrei Tarkovski en el imprescindible "Esculpir en el tiempo".
Qué más da… eso somos. Una comunión de almas desesperadas. No hay líder a quien vivar, ni cielo con soberbia suficiente para albergar redenciones. Ni siquiera hay horizontes tentadores, porque el clima se volvió loco y hoy todos los destinos se esfuman detrás de la bruma.
Queda un haz de luz. Y una pantalla a la que todos miramos extasiados, como esperando un milagro.
Queda el cine. Y la necesidad imperiosa de volver a creer. ¿En los Reyes Magos? Sí, por ejemplo... podría ser un comienzo.
Debería revisar más detenidamente Honor de caballería, que el año pasado me dejó sabor a poco y me llevó a deslizar la hipótesis -apresurada y fallida, ahora lo sé- de que el director no tenía demasiado para decir, ni sobre el cine ni sobre el mundo. Y admito que aún no consigo solazarme completamente con la estética de Albert Serra, pero no puedo negar que la pasé muy bien en la proyección de El cant dels ocells (El canto de los pájaros).
Es difícil intelectualizar la impresión ante una obra que aboga por la hipnosis, que apela al vacío para pasarle la posta a la imaginación. Es la apoteosis del espectador obligado a edificar el drama. ¿Generosidad o facilismo? Casi toda la responsabilidad recae sobre uno: sostener la atención, intuir los conflictos soterrados, llenar los blancos. Es el espectador quien debe trazar la historia, porque no le queda otra, ni puede poner como excusa la falta de tiempo. Porque aquí tiempo hay de sobra. Y la Historia no es más que un acto de arrojo: es ese salto entre lo mínimo y lo monumental.
Serra es didáctico al explicar su fórmula: “Los protagonistas se dirigen a un sitio, llegan y se van. Si la película con todo esto funciona, es porque es cine muy puro”. (1) Los protagonistas no son otros que Melchor, Gaspar y Balthazar, quienes reciben la noticia de que ha nacido el Mesías y en su búsqueda se lanzan, atravesando desiertos inacabables y montañas difusas, con sus capas y sus coronas. Los Reyes hablan en catalán y ninguno de ellos es negro. Dos son ancianos y el tercero es un joven rechoncho. Caminan, descansan, nadan en un lago, discuten, retoman la marcha, cuentan lo que soñaron la noche anterior. Por momentos se desorientan, aunque algo muy íntimo parece guiarlos. Hay escasísimas palabras y muchísima naturaleza.
Mientras tanto, María y José intentan digerir el hecho de ser padres. Lucen un poco descolocados. Conversan sentados al sol, en la puerta de una cueva en medio de la nada. No tienen dimensión del acontecimiento. Son serenos y sencillos. Hasta que llegan los Reyes, que para el director “son los más creyentes, son los pioneros”. (2) En su apuesta radical, Serra trasciende la anécdota bíblica para ir mucho más allá: El cant dels ocells es una película sobre la fe en el cine mismo. Sobre la fe en la imagen, el sonido, el prístino blanco y negro. La fe en la belleza del tiempo.
Lo que más se extraña de un festival de cine, con el correr de los días, son dos cosas: la sorpresa y el bullicio. Un festival confirma que el cine sigue siendo hermoso como fenómeno colectivo. Un monstruo pasional con misteriosos tentáculos capaces de atrapar y fascinar hasta al espectador más desprevenido, hasta al más escéptico de los mortales. Una máquina que sella el tiempo en forma de películas y nos empuja a preguntarnos sobre nuestro propio tiempo. Qué hacer con el tiempo.
“¿Acaso no es como si, al comprar una entrada para acceder a la sala, el espectador buscara llenar las lagunas de su propia experiencia, atrapar un tiempo perdido?”, se preguntaba Andrei Tarkovski en el imprescindible "Esculpir en el tiempo".
Qué más da… eso somos. Una comunión de almas desesperadas. No hay líder a quien vivar, ni cielo con soberbia suficiente para albergar redenciones. Ni siquiera hay horizontes tentadores, porque el clima se volvió loco y hoy todos los destinos se esfuman detrás de la bruma.
Queda un haz de luz. Y una pantalla a la que todos miramos extasiados, como esperando un milagro.
Queda el cine. Y la necesidad imperiosa de volver a creer. ¿En los Reyes Magos? Sí, por ejemplo... podría ser un comienzo.
Debería revisar más detenidamente Honor de caballería, que el año pasado me dejó sabor a poco y me llevó a deslizar la hipótesis -apresurada y fallida, ahora lo sé- de que el director no tenía demasiado para decir, ni sobre el cine ni sobre el mundo. Y admito que aún no consigo solazarme completamente con la estética de Albert Serra, pero no puedo negar que la pasé muy bien en la proyección de El cant dels ocells (El canto de los pájaros).
Es difícil intelectualizar la impresión ante una obra que aboga por la hipnosis, que apela al vacío para pasarle la posta a la imaginación. Es la apoteosis del espectador obligado a edificar el drama. ¿Generosidad o facilismo? Casi toda la responsabilidad recae sobre uno: sostener la atención, intuir los conflictos soterrados, llenar los blancos. Es el espectador quien debe trazar la historia, porque no le queda otra, ni puede poner como excusa la falta de tiempo. Porque aquí tiempo hay de sobra. Y la Historia no es más que un acto de arrojo: es ese salto entre lo mínimo y lo monumental.
Serra es didáctico al explicar su fórmula: “Los protagonistas se dirigen a un sitio, llegan y se van. Si la película con todo esto funciona, es porque es cine muy puro”. (1) Los protagonistas no son otros que Melchor, Gaspar y Balthazar, quienes reciben la noticia de que ha nacido el Mesías y en su búsqueda se lanzan, atravesando desiertos inacabables y montañas difusas, con sus capas y sus coronas. Los Reyes hablan en catalán y ninguno de ellos es negro. Dos son ancianos y el tercero es un joven rechoncho. Caminan, descansan, nadan en un lago, discuten, retoman la marcha, cuentan lo que soñaron la noche anterior. Por momentos se desorientan, aunque algo muy íntimo parece guiarlos. Hay escasísimas palabras y muchísima naturaleza.
Mientras tanto, María y José intentan digerir el hecho de ser padres. Lucen un poco descolocados. Conversan sentados al sol, en la puerta de una cueva en medio de la nada. No tienen dimensión del acontecimiento. Son serenos y sencillos. Hasta que llegan los Reyes, que para el director “son los más creyentes, son los pioneros”. (2) En su apuesta radical, Serra trasciende la anécdota bíblica para ir mucho más allá: El cant dels ocells es una película sobre la fe en el cine mismo. Sobre la fe en la imagen, el sonido, el prístino blanco y negro. La fe en la belleza del tiempo.
Puede empezar a diagramarse un “sistema Serra”. Si Don Quijote y Sancho Panza -y hasta los mismísimos molinos de viento- son relativamente conocidos por todos, es porque fueron licuándose como formas típicas dentro de la dinámica de la cultura popular, aunque la mayoría de las personas jamás hayan leído la novela de Cervantes. Más enigmáticos aún, los Reyes Magos también son famosos (y hasta glamorosos), pero en lo narrativo apenas califican como estatuas infaltables en un pesebre navideño. El cineasta catalán primero toma las estampas y luego se ampara en la leyenda como evanescente marco de referencia, para desde allí dibujar personajes que persuaden por su abstracción, por su simpatía, por la libertad cuasi fantástica que despliegan, sin perder un gramo de fibra terrenal. Están, son presencias reconocibles, pero ellos sólo encienden el motor: todo lo demás lo hacemos nosotros, si nos dejamos llevar. La ruta es subjetiva y felizmente abierta al Mundo. Es en esa indefinible y efímera combustión de mente y corazón por donde se asoma -a veces- ese temblor que hace a la angustia y a la verdad: existimos. Es allí donde impacta la obra de arte y es entonces cuando descubrimos, como alguna vez dijo Tarkovski, "la inagotabilidad de nuestros propios sentimientos”.
Hasta aquí llego con el último Festival de Cine de Mar del Plata. Tenía intenciones de escribir sobre la astucia de El artista, la negrura de Aquiles y la tortuga, la calidez de Still walking, la maestría de The Hurt Locker, la electricidad de Birdwatchers, entre tantas otras películas que pude ver en la muestra. Pero sucede que Serra me ganó esta vez y en él elegí detenerme, aunque me faltan argumentos para afirmar que sea ese nuevo genio que ha embelesado a la crítica internacional. Lo percibo demasiado consciente de sus trucos vanguardistas. Me parece prudente esperar un poco.
¡Pero agradezco tanto estas bocanadas de buen cine! Porque quiero volver a creer. Como todos. Así que por las dudas, la noche del 5 de enero voy a poner dos tarritos al lado del arbolito: uno con agua y otro, con pastito.
¡Salud!
Películas mencionadas:
El cant dels ocells, de Albert Serra (España, 2008) – Sección: Competencia internacional
El artista, de Mariano Cohn y Gastón Duprat (Argentina, 2008) – Sección: Competencia internacional
Aquiles y la tortuga, de Takeshi Kitano (Japón, 2008) – Sección: Panorama (“Autores”)
Still Walking, de Hirokazu Kore-eda (Japón, 2008) – Sección: Competencia internacional
The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow (EEUU, 2008) – Película de apertura
Birdwatchers: La tierra de los hombres rojos, de Marco Becchis (Brasil/Italia, 2008) – Sección: Panorama (“Historias – Geografías”)
Referencias:
(1) - Entrevista en El Correo Digital
(2) - Entrevista en El Periódico de Aragón
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