Actor mayúsculo, Oscar Martínez no había sido realmente aprovechado por el cine hasta que Daniel Burman lo convocó para El nido vacío. Lo habíamos visto en otras películas, sí (está en La tregua, La cruz invertida, Cómplices), pero nunca antes en su trayectoria la química entre persona y physique du role había funcionado con tan preciosa naturalidad.
Desde el comienzo Burman blanquea que este film está inspirado en el universo de Woody Allen. El jazz viste el ambiente con un ritmo especial, a la vez cálido y distraído, mientras Leonardo (Martínez) y su mujer, Martha (Cecilia Roth), cenan en un restaurant con un grupo de amigos y alguna conversación recuerda el inicio de Melinda y Melinda. Leonardo está ahí sin querer estar ahí. Incómodo, elegiría salir volando si le dieran la oportunidad. Preferiría desaparecer en el escote de una joven morocha sentada en otra mesa de ese mismo restaurant. Ha llegado a un punto en su vida en donde todo le indica que se está quedando al margen, y que si no quiere empantanarse para siempre en la perplejidad, deberá torcer el timón hacia algún nuevo sentido. La cuestión es decidir qué sentido, y cómo estar seguro de que será el correcto.
Una cámara flotante acompaña el derrotero de Leonardo, que no sabe hacia dónde camina y se debate continuamente entre lo establecido y la necesidad de la sorpresa. Leo es un escritor en crisis, bloqueado, que al no lograr poner en palabras lo que siente, termina empujando la fantasía hasta confundirla con el orden de lo real. Los tres hijos de Leo y Martha crecieron y ahora viven lejos del hogar; Martha quiere “renovarse” y retomar sus estudios universitarios; Leo intenta ajustarse al entorno cambiante, pero está fuera de foco, como aquel memorable personaje de Los secretos de Harry. El perfume alleniano impregna todo el film: está en las cimbreantes melodías de Nico Cota, en la neurosis y la cobardía madura del protagonista, en los diálogos vivaces con timing perfecto. Burman es franco en su veneración al maestro neoyorquino y El nido vacío bien podría pensarse como un agradecimiento a Woody por tantos momentos de felicidad cinéfila.
Pero ojo, a no escaparse: la experiencia de Leo la conoce cualquiera. No hace falta ser un escritor ni tener más de cincuenta años ni extrañar a los hijos para sentir ese perturbador complot contra uno, cada vez más frecuente en esta realidad amarga y salvaje que impone una carrera de postas virtuales hacia un éxito mentiroso. Es esa sensación de haber perdido el tren, la certeza de que finalmente acabaremos por estrellar el avión que con tanto esfuerzo construimos, esa bronca por no saber fingir la felicidad con la misma máscara que los otros, hasta despertar un día para comprobar que muchos de esos mundos son solo fantasmas fabricados porque no toleramos el abismo de la página en blanco, que no es más que el desafío solitario de reescribir nuestra propia y única Historia, todos los días.