"Somos, pues, en la alegría, protagonistas de una disposición para la convivencia francamente insólita; hombres y mujeres regidos, de pronto, por la suprema facultad de la empatía".
Santiago Kovadloff
Los norteamericanos inventaron un rótulo para películas como Juntos, nada más (Ensemble, c'est tout): las llaman feel good movies, es decir, “películas para sentirse bien”. Por lo general, son propuestas que responden a las normas de la comedia dramática, sin tocar los extremos: no persiguen la lágrima ni la carcajada; no aspiran al sufrimiento patente ni buscan la jocosidad fecunda de la comedia a secas. No son efectistas, ni manipuladoras, ni ambiciosas. Un gran chico, Pequeña Miss Sunshine y El mismo amor, la misma lluvia son buenos ejemplos de este tipo de obras que sutilmente encuentran el justo medio entre la melancolía y la esperanza.
Es cierto que el término feel good hace pensar en el cine como una forma de analgésico, y esta idea no sería tan desacertada: después de todo, el arte es un consuelo más que digno cuando la tristeza cunde (quizás éstas sean las películas perfectas -necesarias- para ver en soledad, en esos momentos desesperados en donde un dolor muy profundo clama por ser mitigado). Pero no se las puede subestimar diciendo que son “livianas”, ya que precisamente estas películas, cuando son inteligentes, consiguen afincarse en lo cotidiano para restaurar desde allí la tan degradada posibilidad del entusiasmo.
Dirigido por el francés Claude Berri (realizador ducho en el cine de qualité con títulos como Uranus o Jean de Florette), Juntos, nada más es básicamente un film amable, un relato que se desenvuelve entre algodones, un paseo por un mundo que se adivina suave y cercano, aunque los personajes sean claras creaciones de ficción (especialmente el aristócrata que compone Laurent Stocker, lo mejor de la película). Mientras el film transcurre -sorteando algunos baches narrativos- se afirma la certeza de que nada en la anécdota ni en la puesta en escena llegará a sorprendernos, y sin embargo, uno no puede dejar de agradecer que todavía se hagan esta clase de películas. Porque hacen bien, claro, y porque resulta muy sencillo encariñarse con los protagonistas. Jóvenes que están solos al comienzo, ajenos a sus respectivas familias, temerosos ante la irrupción del amor, hasta que descubren cuánto puede ensancharse la vida por el simple hecho de tender una mano. De eso trata, entonces: de aceptar que la estructura de los afectos ha cambiado para siempre, y que de ahora en más solo nos queda forjar nuevas formas de vínculos que sean capaces de reactivar la confianza en el otro.
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