Caye (Candela Peña) en la película Princesas, de Fernando León de Aranoa
lunes, 28 de julio de 2008
¿Qué es el amor?
"El amor es que te pasen a buscar a la salida del trabajo".
miércoles, 23 de julio de 2008
Una mujer partida en dos, de Claude Chabrol
Digamos de entrada que el conflicto en esta historia es muy poco novedoso, porque estamos acostumbrados a que la clásica heroína del melodrama se sienta tironeada entre dos hombres (o tres o cuatro o más, como bien lo sabe Emma Bovary). Entre el príncipe rico y el campesino humilde, entre el empresario exitoso y el artesano bohemio, entre el marido -bueno conocido- y el amante ocasional por conocer -si hace de “malo” en la intimidad, mejor-; todas son disyuntivas habituales en las ficciones de cualquier época. Lo que desconcierta en el nuevo film de Claude Chabrol es que el dilema de la protagonista nunca llega a estar realmente justificado: ambas “alternativas” son presentadas como frías y desagradables, muy lejos de infundir algo cercano al amor.
La joven Gabrielle Deneige (una muy seductora Ludivine Segnier) se fascina con uno pero se casa con el otro. Quien la enamora verdaderamente es el escritor Charles Saint-Denis (François Berléand), casi treinta años mayor que ella, que sólo la utiliza como juguete sexual, pues él está muy bien asentado en su chalet de Lyon con su esposa, su status y su fama. El tercero en el cuadro es el heredero de una familia aristocrática Paul Gaudens (Benoît Magimel), que no tiene otra ocupación que la de lucir su pedantería en cuanto evento social aparezca. Un muchacho vacuo, un típico “nene de mamá” que persigue a Gabrielle por puro capricho, porque no puede aceptar ser rechazado. Algunos dirán que la chica es víctima de la perversión sexual del hombre maduro, cuando lo que a ella le duele es que no la ame y no sus rutinas privadas. Otros dirán que elegir al joven rico es una variable más lógica, sin importar que él esté desequilibrado. En síntesis: la disyuntiva para ella en el fondo es muy triste.
Escrita por el realizador junto a Cécile Maistre, Una mujer partida en dos (La fille coupée en deux, 2007) comienza con un apacible viaje desde el interior de un auto, en donde las imágenes están viradas al rojo sangre, anunciando con el color que lo que sigue es una historia pasional. Puede parecer un artificio demasiado elemental para un creador de la talla de Chabrol, pero lo cierto es que estamos ante de una las películas menos inspiradas del director de La dama de honor. En contraste con el inicio, la fotografía de todo el film -a cargo de Eduardo Serra- es homogénea en su elección de los tonos brillantes: no hay evoluciones, ni dobleces, ni rincones oscuros.
Un buscado aroma a falsedad inunda todos los ámbitos de la película: la televisión (en donde trabaja la protagonista), los círculos de intelectuales lustrosos, la aristocracia anacrónica y todas las poses que resumen el cosmos del individualismo europeo. Son temas recurrentes en la obra del realizador (Gracias por el chocolate, La flor del mal), que siempre ha intentado rastrillar las apariencias de la burguesía para llegar a su núcleo hipócrita y criminal. Solo que a veces el director se contenta con el diseño supuestamente provocador de la máscara y olvida pensar la cara humana de quien debe portarla: el personaje.
Si bien en muchas ficciones de Chabrol sus criaturas suelen actuar como raras marionetas, aquí esa tendencia caricaturesca está exacerbada al grado del arquetipo, impidiendo que los personajes tengan real peso dramático en la historia. Son seres unívocos atados por lazos poco convincentes. Lo que se extraña es la mirada social insidiosa que supo construir películas soberbias como El carnicero, La bestia debe morir y La ceremonia. Por momentos es tan deshilachada la narración que uno no consigue inferir si el realizador está cuestionando el puritanismo impostado de la clase alta en el siglo XXI, o si por el contrario, a sus 78 años, tuvo un súbito acceso de moralismo demodé. Lamentablemente, atascado en la frivolidad del contenido, en Una mujer partida en dos el maestro francés acabó trasladando el barniz banal a la propia forma de la película.
La joven Gabrielle Deneige (una muy seductora Ludivine Segnier) se fascina con uno pero se casa con el otro. Quien la enamora verdaderamente es el escritor Charles Saint-Denis (François Berléand), casi treinta años mayor que ella, que sólo la utiliza como juguete sexual, pues él está muy bien asentado en su chalet de Lyon con su esposa, su status y su fama. El tercero en el cuadro es el heredero de una familia aristocrática Paul Gaudens (Benoît Magimel), que no tiene otra ocupación que la de lucir su pedantería en cuanto evento social aparezca. Un muchacho vacuo, un típico “nene de mamá” que persigue a Gabrielle por puro capricho, porque no puede aceptar ser rechazado. Algunos dirán que la chica es víctima de la perversión sexual del hombre maduro, cuando lo que a ella le duele es que no la ame y no sus rutinas privadas. Otros dirán que elegir al joven rico es una variable más lógica, sin importar que él esté desequilibrado. En síntesis: la disyuntiva para ella en el fondo es muy triste.
Escrita por el realizador junto a Cécile Maistre, Una mujer partida en dos (La fille coupée en deux, 2007) comienza con un apacible viaje desde el interior de un auto, en donde las imágenes están viradas al rojo sangre, anunciando con el color que lo que sigue es una historia pasional. Puede parecer un artificio demasiado elemental para un creador de la talla de Chabrol, pero lo cierto es que estamos ante de una las películas menos inspiradas del director de La dama de honor. En contraste con el inicio, la fotografía de todo el film -a cargo de Eduardo Serra- es homogénea en su elección de los tonos brillantes: no hay evoluciones, ni dobleces, ni rincones oscuros.
Un buscado aroma a falsedad inunda todos los ámbitos de la película: la televisión (en donde trabaja la protagonista), los círculos de intelectuales lustrosos, la aristocracia anacrónica y todas las poses que resumen el cosmos del individualismo europeo. Son temas recurrentes en la obra del realizador (Gracias por el chocolate, La flor del mal), que siempre ha intentado rastrillar las apariencias de la burguesía para llegar a su núcleo hipócrita y criminal. Solo que a veces el director se contenta con el diseño supuestamente provocador de la máscara y olvida pensar la cara humana de quien debe portarla: el personaje.
Si bien en muchas ficciones de Chabrol sus criaturas suelen actuar como raras marionetas, aquí esa tendencia caricaturesca está exacerbada al grado del arquetipo, impidiendo que los personajes tengan real peso dramático en la historia. Son seres unívocos atados por lazos poco convincentes. Lo que se extraña es la mirada social insidiosa que supo construir películas soberbias como El carnicero, La bestia debe morir y La ceremonia. Por momentos es tan deshilachada la narración que uno no consigue inferir si el realizador está cuestionando el puritanismo impostado de la clase alta en el siglo XXI, o si por el contrario, a sus 78 años, tuvo un súbito acceso de moralismo demodé. Lamentablemente, atascado en la frivolidad del contenido, en Una mujer partida en dos el maestro francés acabó trasladando el barniz banal a la propia forma de la película.
viernes, 18 de julio de 2008
Sobre la esperanza
"Esquilo llama ‘ciega’ a la esperanza para indicar que su persistencia en los seres humanos desafía toda prueba dispuesta a desalentarla. Asimismo, la célebre vasija de Pandora, de la que brotaron en tropel todas las desgracias vertidas sobre Epimeteo, guardaba en su fondo a Elpis, la tenaz esperanza, cuya presencia, en medio de ese compendio de males, va contra toda ‘razonabilidad’. Es que la estirpe y el espesor de la esperanza provienen del deseo y éste no se nutre jamás en circunstancias favorables ni en la certeza de que alguna vez las habrá. La esperanza es rasgo distintivo del ser que insiste en ser, en desplegarse contra toda la apariencia adversa. Insistencia que no responde a la presencia omnímoda de una voluntad empecinada sino a la inaplazable necesidad de proceder, de obrar en función de lo que se busca. Al imperativo impostergable de actuar de conformidad con la convicción que se tiene. En esa acción consiste la esperanza. Es ese empeño que es búsqueda y encuentro simultáneos, que al unísono, se perfila como la sed incesante y el agua que la colma, a lo que cabe llamar esperanza.
Quien de veras la conoce, sabe que la esperanza jamás florece en la antesala del escenario en el que luego se consuman los hechos, a la manera de un preámbulo expectante o de un elixir que nos predispone a guardar de ellos lo mejor. Tampoco precede ingenuamente al insospechado infortunio ni confía en que él no incidirá en el curso de los acontecimientos. La esperanza, en cambio, puede ser reconocida allí donde el desencanto ya ha desbaratado una expectativa o donde nada indica que pueda haberla y aun tras el golpe más cruento que parece haberlo echado todo a perder. El ‘escándalo’ de la esperanza consiste en ocupar sitios donde, en apariencia, nada la invita a germinar".
Santiago Kovadloff (Ensayos de intimidad)
Quien de veras la conoce, sabe que la esperanza jamás florece en la antesala del escenario en el que luego se consuman los hechos, a la manera de un preámbulo expectante o de un elixir que nos predispone a guardar de ellos lo mejor. Tampoco precede ingenuamente al insospechado infortunio ni confía en que él no incidirá en el curso de los acontecimientos. La esperanza, en cambio, puede ser reconocida allí donde el desencanto ya ha desbaratado una expectativa o donde nada indica que pueda haberla y aun tras el golpe más cruento que parece haberlo echado todo a perder. El ‘escándalo’ de la esperanza consiste en ocupar sitios donde, en apariencia, nada la invita a germinar".
Santiago Kovadloff (Ensayos de intimidad)
sábado, 12 de julio de 2008
"En ningún momento hay fin. Siempre se pueden imaginar nuevos sonidos y descubrir nuevos sentimientos. Y siempre está la necesidad de continuar depurando estos sentimientos y sonidos de manera que podamos ver realmente lo que hemos descubierto en su estado puro, ver lo que realmente somos y poder transmitirlo".
John Coltrane
viernes, 11 de julio de 2008
miércoles, 9 de julio de 2008
Antes que el diablo sepa que estás muerto, de Sidney Lumet
“It’s too late to think. It’s too late”.
Eso es lo que le dice Andy (Phillip Seymour Hoffman) a su hermano Hank (Ethan Hawke) cuando sabe que ya no hay tiempo para pensar, pues todo se desbarrancó para siempre. Algún tornillo se zafó y ya no hay vuelta atrás. Quedan dos opciones: la locura o la muerte.
La película es transparente desde el mismo título, Before the devil knows you're dead, que está inspirado en un viejo proverbio irlandés: “podrías llegar a tener media hora en el cielo antes de que el diablo descubra que estás muerto”. Las cartas están jugadas. Arreglate solito con tu alma, si podés.
El problema es que Andy y Hank no pueden, ni con ellos mismos ni con lo que les tocó en suerte (y vale remarcarlo: las actuaciones de Seymour Hoffman y Hawke son magníficas).
Y lo que me pregunto es: ¿quién puede?
Algo se nos está escapando de las manos, a todos. La vida es la liebre que se fugó con nuestra única zanahoria. Esa liebre que nos mira desde lejos y se ríe con el cinismo de Bugs Bunny, mientras nos mastica, y nos tritura, y escupe pedacitos. El dinero nos convirtió en pedacitos. Como dice Andy: “No soy la suma de mis partes. Todas mis partes no se juntan en una unidad”. Fragmentos. Futilidad. La necesidad de no-ser cuando cada día, a cada minuto, el mundo nos obliga a ser. A ser alguien y ser exitoso y ser bello y ser seguro de uno mismo. Andy se inyecta heroína para no tener que ser.
¿Y su hermano Hank? Hank es menos consciente, más básico, más sumiso. Hank fue un poquito más amado por su papá (Albert Finney) que el pobre Andy. Vaya uno a saber por qué. Serán las lógicas arbitrarias de la familia. O de la psiquis. Lo cierto es que los hermanos necesitan billetes frescos y deciden armar un plan para asaltar la joyería de sus padres. Y por supuesto, todo sale mal. Muy mal.
El director Sydney Lumet (Doce hombres en pugna, Tarde de perros, Network) asume orgulloso la fiebre de la tragedia clásica para narrar la historia de un presente desaforado, en donde el sujeto se mueve sin parámetros y cree ser libre cuando, en el fondo, no sabe lo que quiere de verdad y termina cometiendo estrambóticos desmanes. La esquizofrenia cunde. El miedo se esparce. La insatisfacción se hace carne. El amor es líquido. Tan sólo corremos, aunque ya ni siquiera recordamos qué sabor tienen las zanahorias.
El relato está desatado: se enrosca y desenrosca con furia, con abruptos frenos y aceleraciones, con acciones rústicas, con pulsiones de venganza. Un ritmo perfectamente calibrado. Un film sofisticado y apasionante.
¿Pero es que acaso hay real deseo en esta trama? (Sí, me refiero a aquel deseo que otrora solíamos asociar con el placer). Parece que no. Aquí sólo hay manotazos de ahogado. Deudas pendientes. Muertes anunciadas. Trancos desesperados hacia adelante.
Saltos al vacío.
Eso es lo que le dice Andy (Phillip Seymour Hoffman) a su hermano Hank (Ethan Hawke) cuando sabe que ya no hay tiempo para pensar, pues todo se desbarrancó para siempre. Algún tornillo se zafó y ya no hay vuelta atrás. Quedan dos opciones: la locura o la muerte.
La película es transparente desde el mismo título, Before the devil knows you're dead, que está inspirado en un viejo proverbio irlandés: “podrías llegar a tener media hora en el cielo antes de que el diablo descubra que estás muerto”. Las cartas están jugadas. Arreglate solito con tu alma, si podés.
Y lo que me pregunto es: ¿quién puede?
Algo se nos está escapando de las manos, a todos. La vida es la liebre que se fugó con nuestra única zanahoria. Esa liebre que nos mira desde lejos y se ríe con el cinismo de Bugs Bunny, mientras nos mastica, y nos tritura, y escupe pedacitos. El dinero nos convirtió en pedacitos. Como dice Andy: “No soy la suma de mis partes. Todas mis partes no se juntan en una unidad”. Fragmentos. Futilidad. La necesidad de no-ser cuando cada día, a cada minuto, el mundo nos obliga a ser. A ser alguien y ser exitoso y ser bello y ser seguro de uno mismo. Andy se inyecta heroína para no tener que ser.
¿Y su hermano Hank? Hank es menos consciente, más básico, más sumiso. Hank fue un poquito más amado por su papá (Albert Finney) que el pobre Andy. Vaya uno a saber por qué. Serán las lógicas arbitrarias de la familia. O de la psiquis. Lo cierto es que los hermanos necesitan billetes frescos y deciden armar un plan para asaltar la joyería de sus padres. Y por supuesto, todo sale mal. Muy mal.
El director Sydney Lumet (Doce hombres en pugna, Tarde de perros, Network) asume orgulloso la fiebre de la tragedia clásica para narrar la historia de un presente desaforado, en donde el sujeto se mueve sin parámetros y cree ser libre cuando, en el fondo, no sabe lo que quiere de verdad y termina cometiendo estrambóticos desmanes. La esquizofrenia cunde. El miedo se esparce. La insatisfacción se hace carne. El amor es líquido. Tan sólo corremos, aunque ya ni siquiera recordamos qué sabor tienen las zanahorias.
El relato está desatado: se enrosca y desenrosca con furia, con abruptos frenos y aceleraciones, con acciones rústicas, con pulsiones de venganza. Un ritmo perfectamente calibrado. Un film sofisticado y apasionante.
¿Pero es que acaso hay real deseo en esta trama? (Sí, me refiero a aquel deseo que otrora solíamos asociar con el placer). Parece que no. Aquí sólo hay manotazos de ahogado. Deudas pendientes. Muertes anunciadas. Trancos desesperados hacia adelante.
Saltos al vacío.
jueves, 3 de julio de 2008
miércoles, 2 de julio de 2008
Hancock, de Peter Berg
John Hancock (Will Smith) es un hombre gruñón, morrocotudo, bastante sucio y adicto al whisky. Bueno, en realidad no es un hombre común y corriente, porque también vuela, veloz como un águila, aunque en el aire suele estamparse contra otros pájaros debido a que el alcohol reduce sus reflejos. Por la clase de tareas que cumple, parece ser un superhéroe, solo que por pura torpeza últimamente viene causando más problemas de los que resuelve en Los Angeles, la ciudad que él resguarda. Todos se preguntan: ¿qué le pasa a Hancock?
La película de Peter Berg acierta al no responder de entrada a ese interrogante, y así consigue que en sus primeras secuencias Hancock resulte entretenida en el dibujo de este héroe atípico y reticente, que no solo padece los dilemas íntimos que podrían afligir a un Batman o a un Hellboy, sino que además se expone al rechazo de la comunidad, que ya no tolera su conducta indecorosa. Hasta la ley lo persigue con un tendal de demandas, porque es tan desprolijo en sus misiones que acaba provocando pérdidas materiales millonarias. Sin un origen que pueda recordar, dotado de eterna juventud, Hancock se siente demasiado solo en un mundo de mortales. Hasta que un día le salva la vida a Ray (Jason Bateman, quien se lució hace poco en Juno), y a través de él conoce a Mary (Charlize Theron). Las cosas se complican. Para mal y para bien.
Ray es experto en Relaciones Públicas y le propone a Hancock recuperar su prestigio a partir de un cambio de imagen. La sola idea de un superhéroe decadente sometido a una estrategia de marketing personal es realmente muy curiosa, y la película sabe aprovecharla en un par de situaciones divertidas. Con un Will Smith calzando perfecto en el personaje creado por los guionistas Vincent Ngo y Vince Gilligan, el film podría haber ahondado un poco más en las miserias terrenales del protagonista, sin por ello abandonar el humor. Pero enseguida Hancock elige el atajo: abrumar con los efectos especiales y acelerar el relato con giros dramáticos volubles que incluyen explicaciones sobre mitología griega, almas gemelas y reencarnaciones.
Desde el momento en que el personaje de Theron revela su verdadera identidad, el film entra en una irreversible curva descendente. La actriz de Monster -¡nada menos!- es la encargada de enunciar las líneas de diálogo más ridículas de la película. Ella y Smith juegan una larga escena de acción que recuerda a El Hombre Araña y al Hulk de Ang Lee por la manera en que vuelan rebotando de edificio en edificio cual desatada pelotita de pinball. Los artificios son tan ostentosos que en lugar de agraciar la imagen, la vuelven precaria, sosa. Los cuerpos -y las criaturas detrás de ellos- pierden automáticamente toda sustancia cuando el lápiz digital los manipula a puro capricho. Y así Hancock se convierte en otra buena idea totalmente arruinada por los mandatos de la industria.
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