Basado en la biografía escrita por Hayden Herrera, el film Frida propone un acercamiento a la vida y la obra de Frida Kahlo, la genial pintora mexicana que brilló en la primera mitad del siglo XX. Como resulta imposible sintetizar en dos horas la impresionante historia de esta mujer, los guionistas eligieron situar el eje del relato en el lazo que la unió al muralista Diego Rivera. Esto significa que otros aspectos fundamentales en el universo de Kahlo -su militancia a favor de la revolución comunista, su sensibilidad social, su aporte al surrealismo, sus amistades políticas- son abordados de manera marginal. En consecuencia, Frida es un retrato con luces y sombras.
Se trata del segundo largometraje de Julie Taymor, norteamericana que proviene del teatro y que en 1999 dirigió a Anthony Hopkins en Titus. Desde su barroca concepción del cine, la realizadora estructura la película como un collage, pasando de escenas con un moderno diseño multimedia a otras dignas del más arcaico culebrón. La idea es traducir en la pantalla el vigor plástico del arte de Kahlo: famosas telas que entran en movimiento, o acciones que se congelan para convertirse en cuadros, recursos similares a los empleados por Carlos Saura en Goya. El despliegue visual de Frida es un agasajo para los ojos del espectador, pero no es suficiente. Perdido en un fluir de viñetas pintorescas, el guión no logra encontrar el ángulo desde el cual exponer los motivos que hicieron de esta artista un ícono de la cultura. Varias situaciones están mal resueltas y los diálogos, en ocasiones, alcanzan un insólito grado de banalidad.
Para la actriz mexicana Salma Hayek, también productora del film, este papel representa el primer gran protagónico de su carrera. Su interpretación es correcta, por instantes conmovedora, aunque cuesta bastante asociar su imagen con el enigmático porte de Kahlo. El británico Alfred Molina, por su parte, luce muy cómodo en la piel de un Diego Rivera maniático y tierno. El compromiso con los ideales marxistas está mejor elaborado en el personaje de Diego que en el de Frida.
Como toda coproducción que se precie de tal, la película congrega en su elenco a figuras de diversas procedencias. La argentina Mia Maestro -pareja de Miguel Ángel Solá en Tango- interpreta a Christina, la hermana de Kahlo. La actriz de origen italiano Valeria Golino (Rain Man) compone con gracia a Lupe Marín, primera esposa de Rivera. El español Antonio Banderas personifica fugazmente al pintor David Siqueiros, mientras la norteamericana Ashley Judd finge un inglés rústico al encarnar a la fotógrafa italiana Tina Modotti. Edward Norton hace de Nelson Rockefeller y un distraído Geoffrey Rush caracteriza al gran León Trotsky. También el poeta y teórico del surrealismo André Breton desfila en un cameo casi imperceptible.
Esta galería de personajes aporta poco a la semblanza de la pintora; simplemente aparecen para certificar su roce con los pensadores y artistas más destacados de la época. Todos hablan el único idioma vendible en Hollywood, exceptuando los insultos y cánticos revolucionarios. La película habría ganado en espesor y frescura de haber sido hablada en español. De hecho, la misma Hayek actúa mejor cuando trabaja en su lengua nativa (basta recordar El callejón de los milagros o El coronel no tiene quien le escriba). Pero en fin... ya conocemos los dictados del marketing.
Con todos los reparos ya señalados, Frida es una película que puede verse. Es colorida, está narrada con ritmo y genera en el espectador genuinas ganas de seguir conociendo e investigando al personaje principal (objetivo mínimo para un biopic). Eso sí: la contemplación de cualquiera de los cuadros de Kahlo que se atisban durante la proyección ofrece una experiencia mucho más excitante que la película toda.
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