Ricordati di me es una película que seduce y angustia por igual. Con el arrojo que implica tener el futuro por delante, los adolescentes pueden probar, acelerar a fondo, chocar contra la pared y volver a intentar. Los adultos, en cambio, ya no tienen tanto margen de tiempo para torcer el camino; ellos creen que la verdadera dicha está en otro lado, en lo que no eligieron, en lo que relegaron en pos de la mentada seguridad pequeñoburguesa. Es que, como dice Jorge Drexler en una hermosa canción, “a veces se añora en la vida algo que nunca llegó a pasar”. Ilusiones, temores, ansiedades y fracasos. Tal vez esta sea la historia de todos, en definitiva, y lo bueno de Gabrielle Muccino es que sabe cómo contarla.
Este realizador nacido en Roma hace 40 años, es uno de los nombres más interesantes del actual cine italiano, o al menos lo era hasta 2006, cuando decidió viajar a Hollywood para dirigir la demagógica En busca de la felicidad (The pursuit of happyness), con Will Smith en el rol protagónico. Ricordati di me fue estrenada en su país de origen en 2003 y conserva el nervio narrativo impetuoso que consagró a Muccino en sus películas anteriores. Y si en Ahora o nunca (Come te nessuno mai, 1999) proponía una mirada festiva sobre la rebeldía de la adolescencia, y en El último beso (L’ultimo bacio, 2001) desplegaba una extasiada inquietud hacia los treintañeros que parecen resignar la pasión frente al compromiso, en Ricordati di me su lupa se concentra en la devaluación del matrimonio y el desencanto de los hombres y mujeres que llegan a los 50. Son tres enérgicas películas en las que Muccino consigue trazar una parábola generacional muy compleja, tan cautivante como melancólica.
En su ambición de producir un gran melodrama familiar contemporáneo -quizás a la manera de un Luchino Visconti del siglo XXI-, con llantos, alguna epifanía, estallidos de furia y un brusco giro argumental en el último cuarto del relato, el realizador tropieza con redundancias y un par de escenas que hacen tambalear el verosímil. El carácter arribista de la hija menor, por ejemplo, está reiteradamente subrayado, mientras que el personaje del padre, por momentos, aparece demasiado desvaído (Bentivoglio resulta opacado por una intensa Mónica Belucci, más señora que nunca). El film no tiene la espontaneidad de los trabajos previos de Muccino; aquí ciertos hilos del guión se dejan traslucir. Pero hay algo en la vehemencia del director, en su necesidad por explorar los modernos laberintos afectivos, que hace que la narración sostenga su ritmo de principio a fin.
Mucho le debe el film a la interpretación de Laura Morante (la misma de La habitación de hijo, de Nani Moretti), cuya dolida y terrenal Giulia constituye el personaje más rico de la historia. Ella es la que más sufre, la que se engaña y ni siquiera logra ampararse en sus precarios anhelos; porque incluso cuando el destino parece volcar las cartas a su favor (y la película toda amenaza con rendirse ante la corrección política), la perturbadora resolución vuelve a desmoronar el castillo. Y otra vez la familia, y también nosotros mismos, quedamos suspendidos frente a ese abismo que significa existir.
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