La mente vuelve a ser el escenario. Como lo fue en aquel hipnótico primer film, Eraserhead, en el que David Lynch nos hacía aterrizar literalmente en la cabeza del atormentado protagonista. Desde entonces, ingresar en una película suya significa saltar sin red en un mundo ficcional que destruye todas las coordenadas conocidas del espacio y el tiempo.
Más sádico que nunca, en Imperio (Inland Empire) el director se empecina en explorar el inconsciente, para perseguir fantasmas, para hurgar en lo más oscuro, para tensar -entre carcajadas- la cuerda que ata el deseo a la ley, y el instinto a la razón. Porque ese delirio que está afuera, en la cultura, o en aquello que por convención llamamos “la realidad”, no es más que un producto del infierno ontológico que abrasa al ser humano. Volvámonos hacia adentro, hacia el agujero negro, para extraer lo siniestro, parece arengarnos Lynch, como si fuera un arqueólogo aventurero con espíritu freudiano.
De eso se trata: de seguir al realizador a través de un inquietante laberinto, sin mapa, sin brújula, sin amparo. No hay lógica alguna en la historia que cuenta Imperio; todo es absurdo, disperso y deliberadamente confuso. Tal vez la única lógica sea la de las pesadillas, en donde todo lo amado y todo lo odiado se fusionan con una coherencia que solo puede comprender uno mismo (si se tiene el coraje suficiente, claro). Por eso es una utopía pretender explicar de qué trata el film: lo que se infiere, en principio, es que hay una actriz en decadencia, Nikki Grace (Laura Dern), que consigue un papel para hacer una película con el seductor Devon Berk (Justin Theroux). Durante los ensayos, descubren que lo que están rodando es una remake de una película maldita, cuyos protagonistas originales fueron asesinados. Las escenas misteriosas comienzan a sucederse, aparecen nuevos personajes de manera arbitraria, y Dern ya no es más Nikki, sino una prostituta que pasa horas rodeada de colegas abúlicas en un cuarto de hotel. Las cosas son y a la vez no son, y así transcurre todo el relato, flirteando con diferentes niveles de narración.
Inland Empire fue gestada y rodada mayormente en Polonia, con el formato del video digital, lo que aporta una textura especial a la película, con contrastes de color más marcados y una sensación de “suciedad” en las escenas en penumbras. Desde lo visual, Lynch aplica técnicas expresionistas y surrealistas para registrar un universo siempre en fuga, inestable, asfixiante, donde se combinan elementos del film noir, el varieté, la telenovela y el terror clase B, entre otros géneros y tonos que chocan y cambian de un plano al siguiente. En términos de estructura y temática, Imperio sigue la línea de Carretera perdida (Lost Highway, 1997) y El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001), pero es aún más radical, enmarañada y tortuosa que esos dos grandes hitos en la carrera del creador de Twin Peaks.
David Lynch es el director posmoderno por excelencia: hay que aplaudir su tenacidad para producir obras absolutamente originales, que no se dejan intimidar por ninguna imposición comercial ni estilística, buscando la sintonía con las mutantes formas de percepción que las nuevas tecnologías instalan en la sociedad. Pero también hay que admitir que Imperio es agotadora. La película tiene una duración de 175 larguísimos minutos. En ciertos momentos atrapa, en otros momentos irrita, y en otros se torna directamente insoportable. El espectador se pierde en el caos y a veces resulta imposible retomar algún rumbo, aunque sea uno solo de los infinitos rumbos que la película propone. Ensimismado en su propia cápsula creativa, obsesionado al punto de la ceguera, parece que esta vez Lynch nos dejó un poco afuera del juego.
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