Hay un momento desolador en Los Perros que logra registrar aquello que resulta casi inaprensible para la imagen: el dolor del vacío. En esta escena atípica, el protagonista del film aparece encerrado en un locutorio hablando por teléfono con un ex compañero de militancia. Quien llama es Ángel Gutiérrez, ex guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo, que quiere que su amigo aporte su testimonio para el documental. El espectador jamás llega a escuchar la voz del otro lado del teléfono. Sólo hay silencios, que pronto delatan un hecho: esa persona no quiere hablar. No quiere recordar, ni volver atrás. ¿Hartazgo? ¿Miedo? ¿Terror? ¿Es posible que perdure el terror? Sólo hay silencios, y el rostro desconsolado de Gutiérrez mientras se hace esas preguntas. Lo que lo separa a él del vacío es la palabra. Su palabra. Y el cine.
Junto a las recientes Flores de Septiembre, Los Rubios, Rebelión, Trelew y Papá Iván, entre otros títulos, Los Perros integra un conjunto de filmes documentales que muestran una saludable ansiedad por visitar la historia política argentina de los años ’60 y ’70. Se trata del segundo largometraje del joven realizador cordobés Adrián Jaime, quien ya había abordado el género en su ópera prima Tosco - Grito de Piedra (1998). En este caso el director construye la película a partir de una serie de conversaciones que mantuvo con Ángel Gutiérrez, un hombre oriundo de un pueblo pobre del monte santiagueño que en su adolescencia se unió a las filas de la guerrilla rural. Entró en contacto con el marxismo a través de su hermano, participó en cuadros de obreros y campesinos en la resistencia la dictadura militar. Luego de cumplir dos años en prisión, fue liberado por la Amnistía del ’73 y siguió vinculado con la organización de la lucha armada en Tucumán y Santiago del Estero.
La figura de Gutiérrez representa a los grupos militantes de extracción social muy humilde, aquellos trabajadores del campo con escasa instrucción pero especialmente sensibles a la vorágine revolucionaria. Con una voz apagada y tímida, de un tono casi tristón, el personaje conduce la narración del film hilvanando los hechos, las anécdotas y las estructuras de pensamiento que definieron su trayectoria política. Dentro del rico entramado de imágenes de archivo, documentos, fotos y testimonios que despliega la película, resulta interesante palpitar el eclecticismo de la joven izquierda de aquellas décadas, esa verdadera “melánge ideológica” que tan minuciosamente describe Julio Santucho en su libro “Los últimos guevaristas”: las primigenias raíces trotskistas (y su arrolladora “capacidad de convencimiento”, como la revive Gutiérrez); el voluntarismo extremo del Che; las lecciones estratégicas de Mao (“El poder nace del fusil”); la seducción del sindicalismo peronista; y la fuerza aglutinante del antiimperialismo latinoamericanista.
Al esbozar el complejo arco de pulsiones revolucionarias que marcaron a estas generaciones, el relato incita a pensar en las insalvables contradicciones que llevarían a la derrota. Porque Los Perros es un film sobre la derrota. No abundan aquí las añoranzas festivas de los años de insurrección, ni se reduce todo al rescate sentimental de la resistencia. No se intenta paliar la tristeza fabricando heroísmos de coyuntura. “Esto es lo que somos, esto es lo que hicimos. No engañamos a nadie. Nadie especuló. Nos tocó perder”, le dice Gutiérrez al hijo de un compañero fallecido. Uno de los tantos amigos muertos que duelen en la memoria. Los Perros reconstruye la Historia penetrando en esa llaga. El resultado es una evocación oscura, crudísima y necesaria.
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