Exigirle acción a una película industrial no es reclamar estruendos o explosiones; lo que se añora, simplemente, es la vieja y rendidora acción clásica: situaciones que tengan causas y consecuencias, que articulen el interés del relato, que incluyan al espectador como cómplice, o que al menos lo engañen con inteligencia. Pero el público queda categóricamente excluido en Ocean’s 13: no hay emoción, no hay suspenso, no hay comunicación.
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El tedio no es responsabilidad de Danny Ocean (George Clooney) y su banda. Ellos tienen encanto y así lo demostraron en La gran estafa: la diversión se limitó a conocerlos en aquella primera película y disfrutarlos mientras se adueñaban de La Vegas. Pero ahora los actores se divierten solos en un juego solipsista, al margen de la historia y del espectador. Ocean’s 13 es una película-burbuja, un club cerrado al que nadie puede ingresar (ni siquiera se destacan Al Pacino y Ellen Barkin, las supuestas “nuevas atracciones” de la serie).
Es cierto que en dos o tres secuencias los protagonistas se burlan de ellos mismos y de todo el circo que los medios arman a su alrededor. Tal vez esta sea la única exigencia que la película impone: para ser cómplice de algunos diálogos hay que estar al tanto de las noticias del espectáculo. Hay que saber, por ejemplo, que Clooney suele declamarse orgulloso de su soltería y que Brad Pitt aumenta su prole ante cada capricho de Angelina Jolie; sólo con esos datos se comprenden las dos únicas escenas graciosas de la película (seguramente había muchos otros guiños que a esta cronista se le escaparon). Esto dispara una triste conclusión: alcanza con ser “cholulo” para calificar como espectador-modelo de Ahora son 13.
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