¿Quién es Victor Salva? Un muchacho fanático del cine bizarro y las series televisivas de los ’60 que un día presentó un cortometraje frente al gran Francis Ford Coppola. Sorprendido, el director de Apocalipsis Now -cual émulo de Roger Corman- se lanzó a financiar la primera película en 35 mm del joven: Clownhouse. Editado aquí en video con su título original, este film narra el drama de tres hermanos que se quedan solos durante una noche en su casa y son atacados por tres payasos asesinos. Los villanos no son más que tres psicópatas que se escaparon del manicomio y robaron los trajes de payasos de un circo ambulante. La historia parece simple pero su evolución está apoyada sobre una lógica racional, lo que hace de Clowhouse un obra sólida y escalofriante. Salva ya demostraba, una década atrás, tener avidez y talento para el complejo género del terror. Luego del debut el director realizaría tres películas para otros estudios, entre ellas la exitosa Powder, hasta que armado de valor y con un nuevo guión probó suerte llamando a... Francis Ford. El generoso y visionario padrino aceptó por segunda vez producir a Salva y así nació el estreno que vamos a comentar: Jeepers Creepers.
El film comienza cuando Trish (Gina Phillips) y Darry (Justin Long), dos jóvenes hermanos, se encuentran viajando en auto por una carretera perdida en algún lugar de Estados Unidos. Todo marcha relativamente bien hasta que un cochambroso camión los amenaza en la ruta. Minutos después los hermanos observan cómo el conductor del camión está tirando bolsas manchadas con sangre en un pozo. Los chicos deciden investigar y enfrentar el peligro porque, en definitiva, Jeepers Creepers es una película de terror al estilo clásico. O mejor dicho, es un cálido saludo a la mejor tradición del cine clase B. Además de las referencias cinéfilas, el film entronca con esa tradición al apostar por actores desconocidos pero creíbles, al exprimir con imaginación los limitados efectos especiales y al construir un microclima fantástico que quiebra la monotonía de un pueblito solitario.
Y no olvidemos al tercer gran protagonista, el monstruo interpretado por Jonathan Breck. Al principio el Mal sólo asoma en forma de camión, más tarde es apenas una figura negra recortada en el paisaje, luego es un sucio y desquiciado sujeto, hasta que finalmente se convierte en un ser horroroso, inclasificable... sobre el que no conviene revelar detalles.
Desde "La Dimensión Desconocida" hasta "Los Expedientes X" sabemos que siempre es atractivo guardar una cuota de oscuridad sobre el misterio central de la trama. Si todo se explica demasiado el suspenso decae y el personaje maligno corre el riesgo de comenzar a provocar cierta simpatía en vez de miedo (¿no ocurrió esto con Freddy Krueger, por ejemplo?). Algo similar sucede en el último tramo de Jeepers Creepers, donde parecería que el director, encandilado por su abominable creación, no puede evitar mostrarla para que nos asustemos aún más. Pero no era necesario, ya que la película logra inyectar la suficiente tensión y entretenimiento para que el espectador abandone la sala satisfecho.
martes, 25 de septiembre de 2007
miércoles, 19 de septiembre de 2007
Tiempo de vivir, de François Ozon
Este film representa la segunda parte de una serie que el director francés denominó “Trilogía del duelo”, que comenzó en 2000 con la inquietante Bajo la arena, en la que Charlotte Rampling no lograba aceptar la muerte de su marido desaparecido. En Tiempo de vivir (Le temps qui reste) la cuestión es asumir la propia muerte.
Cuestión nada sencilla, por cierto, menos si apenas se tienen 31 años como Romain (Melvil Poupaud). De él solamente sabemos que comparte su cama con otro hombre y que se dedica a la fotografía, cuando enseguida recibimos la noticia: tiene un tumor muy expandido en su cuerpo y le quedan pocos meses de vida. Las posibilidades de recuperación son tan ínfimas que Romain decide evitar cualquier tratamiento y no contarle a nadie lo que sucede. El espectador es su único cómplice, por lo que resulta imposible no acompañarlo en este trance.
Es entonces cuando el protagonista empieza a develar sus oscuridades: abandona a su pareja de forma caprichosa, abusa de las drogas, agrede a su hermana durante una cena familiar y deja bien en claro que los niños no le gustan. Romain es individualista, arrogante, infantil. Le toca despedirse del mundo cuando ni quisiera había comenzado a crecer. Tiene que morir y parece ser una persona que nunca necesitó preguntarse qué significa vivir. Pero el final es un hecho y Romain, de una manera muy íntima, buscará hacer las paces con los suyos, y con él mismo.
Lo mejor del film es el tono ajustadísimo con el que François Ozon construye la psicología del personaje. Jamás cae en el desborde sensiblero, sin por eso eludir los elementos típicos del género: están las lágrimas de Romain, la nostalgia que destilan las fotos viejas, los flash-backs con imágenes de la infancia. Cada confesión, cada gesto, cada mirada evadida, adquieren de inmediato una importancia radical en esta historia, ya que podrían ser las últimas. Y aunque la amargura campea indefectiblemente, Ozon consigue delinear una película plena, llena de luz, en donde el contemplativo rostro del protagonista se ennoblece muchas veces en primerísimos primeros planos bañados de sol y energía.
Además de la puntillosa interpretación de Melvil Poupad -a quien muchos recordarán como el adolescente confundido de Cuento de verano, de Eric Rohmer- Le temps qui reste merece verse aunque solo sea por la estupenda escena en la que Romain se encuentra con su abuela, personificada por Jeanne Moreau, la única persona a quien él se anima a revelar su condición terminal. “¿Por qué me elegiste a mí?”, pregunta la abuela. “Porque al igual que yo, morirás pronto”, responde él, sintetizando en esa frase el porte certero y transparente que define al film en su conjunto.
"No quería filmar la enfermedad. Quería ir a lo esencial sin ostentación", señaló el director sobre este trabajo. Con solo 40 años, François Ozon es hoy uno de los más prolíficos y versátiles realizadores del cine actual. Llegó al público internacional con 8 mujeres y La piscina, títulos que si bien tienen su cuota de desparpajo y ambigüedad, hoy no pueden leerse más que como simpáticos ejercicios de superficie. En comparación, películas como Bajo la arena, Vida en pareja y Tiempo de vivir se instalan en la memoria con mayor contundencia y prueban que el oficio de Ozon está destinado a fulgurar en el melodrama contemporáneo.
Cuestión nada sencilla, por cierto, menos si apenas se tienen 31 años como Romain (Melvil Poupaud). De él solamente sabemos que comparte su cama con otro hombre y que se dedica a la fotografía, cuando enseguida recibimos la noticia: tiene un tumor muy expandido en su cuerpo y le quedan pocos meses de vida. Las posibilidades de recuperación son tan ínfimas que Romain decide evitar cualquier tratamiento y no contarle a nadie lo que sucede. El espectador es su único cómplice, por lo que resulta imposible no acompañarlo en este trance.
Es entonces cuando el protagonista empieza a develar sus oscuridades: abandona a su pareja de forma caprichosa, abusa de las drogas, agrede a su hermana durante una cena familiar y deja bien en claro que los niños no le gustan. Romain es individualista, arrogante, infantil. Le toca despedirse del mundo cuando ni quisiera había comenzado a crecer. Tiene que morir y parece ser una persona que nunca necesitó preguntarse qué significa vivir. Pero el final es un hecho y Romain, de una manera muy íntima, buscará hacer las paces con los suyos, y con él mismo.
Lo mejor del film es el tono ajustadísimo con el que François Ozon construye la psicología del personaje. Jamás cae en el desborde sensiblero, sin por eso eludir los elementos típicos del género: están las lágrimas de Romain, la nostalgia que destilan las fotos viejas, los flash-backs con imágenes de la infancia. Cada confesión, cada gesto, cada mirada evadida, adquieren de inmediato una importancia radical en esta historia, ya que podrían ser las últimas. Y aunque la amargura campea indefectiblemente, Ozon consigue delinear una película plena, llena de luz, en donde el contemplativo rostro del protagonista se ennoblece muchas veces en primerísimos primeros planos bañados de sol y energía.
Además de la puntillosa interpretación de Melvil Poupad -a quien muchos recordarán como el adolescente confundido de Cuento de verano, de Eric Rohmer- Le temps qui reste merece verse aunque solo sea por la estupenda escena en la que Romain se encuentra con su abuela, personificada por Jeanne Moreau, la única persona a quien él se anima a revelar su condición terminal. “¿Por qué me elegiste a mí?”, pregunta la abuela. “Porque al igual que yo, morirás pronto”, responde él, sintetizando en esa frase el porte certero y transparente que define al film en su conjunto.
"No quería filmar la enfermedad. Quería ir a lo esencial sin ostentación", señaló el director sobre este trabajo. Con solo 40 años, François Ozon es hoy uno de los más prolíficos y versátiles realizadores del cine actual. Llegó al público internacional con 8 mujeres y La piscina, títulos que si bien tienen su cuota de desparpajo y ambigüedad, hoy no pueden leerse más que como simpáticos ejercicios de superficie. En comparación, películas como Bajo la arena, Vida en pareja y Tiempo de vivir se instalan en la memoria con mayor contundencia y prueban que el oficio de Ozon está destinado a fulgurar en el melodrama contemporáneo.
sábado, 15 de septiembre de 2007
Timón
"Miramos tan a gusto hacia el futuro porque secretamente desearímos orientar en favor nuestro todo lo impreciso que en él se agita de un lado para otro".
Johann Wolfgang von Goethe
miércoles, 12 de septiembre de 2007
Ahora son 13, de Steven Soderbergh
Ahora son 13 es cine en estado gaseoso. Un cine que el recuerdo no puede apresar, pues se evapora muy pronto, se deshace, se pierde en la estratosfera. No hay centro narrativo, no hay peso en las imágenes, no hay personajes que imanten nuestra atención. ¿Vanguardia cinematográfica? Decididamente no. ¿Hollywood en plena forma? Muy lejos. ¿Apenas un correcto pasatiempo? Tampoco, porque Ocean’s 13 carece de un don fundamental para todo film de entretenimiento: sentido de la acción.
Exigirle acción a una película industrial no es reclamar estruendos o explosiones; lo que se añora, simplemente, es la vieja y rendidora acción clásica: situaciones que tengan causas y consecuencias, que articulen el interés del relato, que incluyan al espectador como cómplice, o que al menos lo engañen con inteligencia. Pero el público queda categóricamente excluido en Ocean’s 13: no hay emoción, no hay suspenso, no hay comunicación.
Steven Soderbergh se muestra como un consultor comercial en piloto automático. Su film parece una presentación programada en Power Point: las escenas se suceden con la displicencia de esas diapositivas publicitarias que deben deslizarse rápidamente para que su vacuidad discursiva no quede expuesta. Los bronceados ladrones de guante blanco y trajes Armani se mueven todo el tiempo pero no se sabe muy bien adónde van, y no importa demasiado por qué; la cuestión es que allí están nuevamente estos espléndidos muchachos, diseminados en una puesta en escena sin volumen, sepultados bajo una fotografía de filtros rojos y texturas doradas que proliferan hasta el empacho.
El tedio no es responsabilidad de Danny Ocean (George Clooney) y su banda. Ellos tienen encanto y así lo demostraron en La gran estafa: la diversión se limitó a conocerlos en aquella primera película y disfrutarlos mientras se adueñaban de La Vegas. Pero ahora los actores se divierten solos en un juego solipsista, al margen de la historia y del espectador. Ocean’s 13 es una película-burbuja, un club cerrado al que nadie puede ingresar (ni siquiera se destacan Al Pacino y Ellen Barkin, las supuestas “nuevas atracciones” de la serie).
Es cierto que en dos o tres secuencias los protagonistas se burlan de ellos mismos y de todo el circo que los medios arman a su alrededor. Tal vez esta sea la única exigencia que la película impone: para ser cómplice de algunos diálogos hay que estar al tanto de las noticias del espectáculo. Hay que saber, por ejemplo, que Clooney suele declamarse orgulloso de su soltería y que Brad Pitt aumenta su prole ante cada capricho de Angelina Jolie; sólo con esos datos se comprenden las dos únicas escenas graciosas de la película (seguramente había muchos otros guiños que a esta cronista se le escaparon). Esto dispara una triste conclusión: alcanza con ser “cholulo” para calificar como espectador-modelo de Ahora son 13.
Exigirle acción a una película industrial no es reclamar estruendos o explosiones; lo que se añora, simplemente, es la vieja y rendidora acción clásica: situaciones que tengan causas y consecuencias, que articulen el interés del relato, que incluyan al espectador como cómplice, o que al menos lo engañen con inteligencia. Pero el público queda categóricamente excluido en Ocean’s 13: no hay emoción, no hay suspenso, no hay comunicación.
Steven Soderbergh se muestra como un consultor comercial en piloto automático. Su film parece una presentación programada en Power Point: las escenas se suceden con la displicencia de esas diapositivas publicitarias que deben deslizarse rápidamente para que su vacuidad discursiva no quede expuesta. Los bronceados ladrones de guante blanco y trajes Armani se mueven todo el tiempo pero no se sabe muy bien adónde van, y no importa demasiado por qué; la cuestión es que allí están nuevamente estos espléndidos muchachos, diseminados en una puesta en escena sin volumen, sepultados bajo una fotografía de filtros rojos y texturas doradas que proliferan hasta el empacho.
El tedio no es responsabilidad de Danny Ocean (George Clooney) y su banda. Ellos tienen encanto y así lo demostraron en La gran estafa: la diversión se limitó a conocerlos en aquella primera película y disfrutarlos mientras se adueñaban de La Vegas. Pero ahora los actores se divierten solos en un juego solipsista, al margen de la historia y del espectador. Ocean’s 13 es una película-burbuja, un club cerrado al que nadie puede ingresar (ni siquiera se destacan Al Pacino y Ellen Barkin, las supuestas “nuevas atracciones” de la serie).
Es cierto que en dos o tres secuencias los protagonistas se burlan de ellos mismos y de todo el circo que los medios arman a su alrededor. Tal vez esta sea la única exigencia que la película impone: para ser cómplice de algunos diálogos hay que estar al tanto de las noticias del espectáculo. Hay que saber, por ejemplo, que Clooney suele declamarse orgulloso de su soltería y que Brad Pitt aumenta su prole ante cada capricho de Angelina Jolie; sólo con esos datos se comprenden las dos únicas escenas graciosas de la película (seguramente había muchos otros guiños que a esta cronista se le escaparon). Esto dispara una triste conclusión: alcanza con ser “cholulo” para calificar como espectador-modelo de Ahora son 13.
martes, 11 de septiembre de 2007
Los perros, de Adrián Jaime
Hay un momento desolador en Los Perros que logra registrar aquello que resulta casi inaprensible para la imagen: el dolor del vacío. En esta escena atípica, el protagonista del film aparece encerrado en un locutorio hablando por teléfono con un ex compañero de militancia. Quien llama es Ángel Gutiérrez, ex guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo, que quiere que su amigo aporte su testimonio para el documental. El espectador jamás llega a escuchar la voz del otro lado del teléfono. Sólo hay silencios, que pronto delatan un hecho: esa persona no quiere hablar. No quiere recordar, ni volver atrás. ¿Hartazgo? ¿Miedo? ¿Terror? ¿Es posible que perdure el terror? Sólo hay silencios, y el rostro desconsolado de Gutiérrez mientras se hace esas preguntas. Lo que lo separa a él del vacío es la palabra. Su palabra. Y el cine.
Junto a las recientes Flores de Septiembre, Los Rubios, Rebelión, Trelew y Papá Iván, entre otros títulos, Los Perros integra un conjunto de filmes documentales que muestran una saludable ansiedad por visitar la historia política argentina de los años ’60 y ’70. Se trata del segundo largometraje del joven realizador cordobés Adrián Jaime, quien ya había abordado el género en su ópera prima Tosco - Grito de Piedra (1998). En este caso el director construye la película a partir de una serie de conversaciones que mantuvo con Ángel Gutiérrez, un hombre oriundo de un pueblo pobre del monte santiagueño que en su adolescencia se unió a las filas de la guerrilla rural. Entró en contacto con el marxismo a través de su hermano, participó en cuadros de obreros y campesinos en la resistencia la dictadura militar. Luego de cumplir dos años en prisión, fue liberado por la Amnistía del ’73 y siguió vinculado con la organización de la lucha armada en Tucumán y Santiago del Estero.
La figura de Gutiérrez representa a los grupos militantes de extracción social muy humilde, aquellos trabajadores del campo con escasa instrucción pero especialmente sensibles a la vorágine revolucionaria. Con una voz apagada y tímida, de un tono casi tristón, el personaje conduce la narración del film hilvanando los hechos, las anécdotas y las estructuras de pensamiento que definieron su trayectoria política. Dentro del rico entramado de imágenes de archivo, documentos, fotos y testimonios que despliega la película, resulta interesante palpitar el eclecticismo de la joven izquierda de aquellas décadas, esa verdadera “melánge ideológica” que tan minuciosamente describe Julio Santucho en su libro “Los últimos guevaristas”: las primigenias raíces trotskistas (y su arrolladora “capacidad de convencimiento”, como la revive Gutiérrez); el voluntarismo extremo del Che; las lecciones estratégicas de Mao (“El poder nace del fusil”); la seducción del sindicalismo peronista; y la fuerza aglutinante del antiimperialismo latinoamericanista.
Al esbozar el complejo arco de pulsiones revolucionarias que marcaron a estas generaciones, el relato incita a pensar en las insalvables contradicciones que llevarían a la derrota. Porque Los Perros es un film sobre la derrota. No abundan aquí las añoranzas festivas de los años de insurrección, ni se reduce todo al rescate sentimental de la resistencia. No se intenta paliar la tristeza fabricando heroísmos de coyuntura. “Esto es lo que somos, esto es lo que hicimos. No engañamos a nadie. Nadie especuló. Nos tocó perder”, le dice Gutiérrez al hijo de un compañero fallecido. Uno de los tantos amigos muertos que duelen en la memoria. Los Perros reconstruye la Historia penetrando en esa llaga. El resultado es una evocación oscura, crudísima y necesaria.
Junto a las recientes Flores de Septiembre, Los Rubios, Rebelión, Trelew y Papá Iván, entre otros títulos, Los Perros integra un conjunto de filmes documentales que muestran una saludable ansiedad por visitar la historia política argentina de los años ’60 y ’70. Se trata del segundo largometraje del joven realizador cordobés Adrián Jaime, quien ya había abordado el género en su ópera prima Tosco - Grito de Piedra (1998). En este caso el director construye la película a partir de una serie de conversaciones que mantuvo con Ángel Gutiérrez, un hombre oriundo de un pueblo pobre del monte santiagueño que en su adolescencia se unió a las filas de la guerrilla rural. Entró en contacto con el marxismo a través de su hermano, participó en cuadros de obreros y campesinos en la resistencia la dictadura militar. Luego de cumplir dos años en prisión, fue liberado por la Amnistía del ’73 y siguió vinculado con la organización de la lucha armada en Tucumán y Santiago del Estero.
La figura de Gutiérrez representa a los grupos militantes de extracción social muy humilde, aquellos trabajadores del campo con escasa instrucción pero especialmente sensibles a la vorágine revolucionaria. Con una voz apagada y tímida, de un tono casi tristón, el personaje conduce la narración del film hilvanando los hechos, las anécdotas y las estructuras de pensamiento que definieron su trayectoria política. Dentro del rico entramado de imágenes de archivo, documentos, fotos y testimonios que despliega la película, resulta interesante palpitar el eclecticismo de la joven izquierda de aquellas décadas, esa verdadera “melánge ideológica” que tan minuciosamente describe Julio Santucho en su libro “Los últimos guevaristas”: las primigenias raíces trotskistas (y su arrolladora “capacidad de convencimiento”, como la revive Gutiérrez); el voluntarismo extremo del Che; las lecciones estratégicas de Mao (“El poder nace del fusil”); la seducción del sindicalismo peronista; y la fuerza aglutinante del antiimperialismo latinoamericanista.
Al esbozar el complejo arco de pulsiones revolucionarias que marcaron a estas generaciones, el relato incita a pensar en las insalvables contradicciones que llevarían a la derrota. Porque Los Perros es un film sobre la derrota. No abundan aquí las añoranzas festivas de los años de insurrección, ni se reduce todo al rescate sentimental de la resistencia. No se intenta paliar la tristeza fabricando heroísmos de coyuntura. “Esto es lo que somos, esto es lo que hicimos. No engañamos a nadie. Nadie especuló. Nos tocó perder”, le dice Gutiérrez al hijo de un compañero fallecido. Uno de los tantos amigos muertos que duelen en la memoria. Los Perros reconstruye la Historia penetrando en esa llaga. El resultado es una evocación oscura, crudísima y necesaria.
lunes, 10 de septiembre de 2007
La supuesta felicidad
No es para mí. Encuentro que la estructura de la sociedad en que vivo no lleva la marca de la felicidad y de la libertad, sino, por el contrario, la marca de la opresión, del miedo y de la culpa.
La supuesta felicidad de vivir es, a mi juicio, la coartada que la sociedad que lleva la marca de la opresión propone al individuo.
Y yo no acepto esa oferta".
Rainer Werner Fassbinder
domingo, 9 de septiembre de 2007
Goodbye Lenin!, de Wolfgang Becker
Goodbye Lenin! centra su conflicto en octubre de 1989 en Alemania oriental, durante los días previos a la caída del muro de Berlín. Christiane (Katrin Sass) es una devota militante del Partido Comunista y tiene dos hijos jóvenes que debió criar en soledad, ya que su marido la abandonó hace mucho años para instalarse en el Oeste. En la noche en que se celebran los cuarenta años de la República Democrática Alemana, Christiane se cruza con una manifestación opositora al régimen y sufre un infarto al ver que su hijo Alex (Daniel Brühl) es reprimido por la policía. La mujer ingresa en estado de coma y en su letargo es ajena a todas las transformaciones que en poco tiempo sacudirán a la sociedad.
Cuando Christiane despierta ocho meses después, los médicos advierten a sus hijos que su corazón está muy débil y que deben evitarle la más mínima alteración. Entonces Alex decide ocultarle a su madre lo que ocurrió en el país y le hace creer que Alemania del Este sigue bajo el reinado del socialismo. Mientras la ciudad es invadida por locales de comida rápida y los edificios se llenan de radiantes antenas de televisión satelital, Christiane convalece encerrada en una habitación en donde familiares y vecinos simulan desconocer las nuevas prácticas capitalistas. Claro que la representación no será fácil de sostener.
Este argumento le permite al film mostrar los efectos que el cambio de régimen político tuvo sobre la vida cotidiana de todos los habitantes del Este, desde los fanáticos acérrimos hasta los más críticos disidentes. Es un acierto del guión haber elegido como punto de vista al personaje de Alex, quien conduce la narración haciendo foco en las insólitas paradojas que surgen del día a día. Estupendamente interpretado por Daniel Brühl, Alex representa a una juventud atrapada entre la fascinación y el desconcierto, forzada a desligarse de muchas supuestas certezas para adaptarse a un sistema diferente que llega con su propio paquete de miserias.
Algunas situaciones simpáticas puntúan el relato, pero en general predomina un tono amargo que se oscurece paulatinamente hacia el final, cuando Alex y su hermana Ariadne (Maria Simon) descubren un secreto en torno a su padre ausente. Al poner en escena ese lazo quebrado por la intolerancia -o por simples arrebatos emocionales disfrazados de fidelidad ideológica- el director Wolfgang Becker logra desentrañar con mucho tacto una de las tantas consecuencias trágicas que la división de fronteras trajo para del pueblo alemán.
No se trata de un ejercicio de nostalgia demagógica, ni de una farsa sobre una concepción política presuntamente perimida. Desde una mirada que sólo en apariencia puede resultar ingenua, Good Bye Lenin! obliga al espectador a preguntarse nada menos que por la solidaridad, esa sustancia tan noble y escasísima que el socialismo exige como indispensable basamento para su concreción. Un planteo que no por utópico deja de ser necesario. Tal vez sea eso lo que impulsa al joven protagonista a mirar permanentemente el cielo, como esperando un milagro, o buscando en los sueños de su infancia alguna respuesta frente al abismo de veloces contradicciones que le presenta la Historia.
Cuando Christiane despierta ocho meses después, los médicos advierten a sus hijos que su corazón está muy débil y que deben evitarle la más mínima alteración. Entonces Alex decide ocultarle a su madre lo que ocurrió en el país y le hace creer que Alemania del Este sigue bajo el reinado del socialismo. Mientras la ciudad es invadida por locales de comida rápida y los edificios se llenan de radiantes antenas de televisión satelital, Christiane convalece encerrada en una habitación en donde familiares y vecinos simulan desconocer las nuevas prácticas capitalistas. Claro que la representación no será fácil de sostener.
Este argumento le permite al film mostrar los efectos que el cambio de régimen político tuvo sobre la vida cotidiana de todos los habitantes del Este, desde los fanáticos acérrimos hasta los más críticos disidentes. Es un acierto del guión haber elegido como punto de vista al personaje de Alex, quien conduce la narración haciendo foco en las insólitas paradojas que surgen del día a día. Estupendamente interpretado por Daniel Brühl, Alex representa a una juventud atrapada entre la fascinación y el desconcierto, forzada a desligarse de muchas supuestas certezas para adaptarse a un sistema diferente que llega con su propio paquete de miserias.
Algunas situaciones simpáticas puntúan el relato, pero en general predomina un tono amargo que se oscurece paulatinamente hacia el final, cuando Alex y su hermana Ariadne (Maria Simon) descubren un secreto en torno a su padre ausente. Al poner en escena ese lazo quebrado por la intolerancia -o por simples arrebatos emocionales disfrazados de fidelidad ideológica- el director Wolfgang Becker logra desentrañar con mucho tacto una de las tantas consecuencias trágicas que la división de fronteras trajo para del pueblo alemán.
No se trata de un ejercicio de nostalgia demagógica, ni de una farsa sobre una concepción política presuntamente perimida. Desde una mirada que sólo en apariencia puede resultar ingenua, Good Bye Lenin! obliga al espectador a preguntarse nada menos que por la solidaridad, esa sustancia tan noble y escasísima que el socialismo exige como indispensable basamento para su concreción. Un planteo que no por utópico deja de ser necesario. Tal vez sea eso lo que impulsa al joven protagonista a mirar permanentemente el cielo, como esperando un milagro, o buscando en los sueños de su infancia alguna respuesta frente al abismo de veloces contradicciones que le presenta la Historia.
sábado, 8 de septiembre de 2007
La Condesa Blanca, de James Ivory
El director norteamericano James Ivory y el productor hindú Ismael Merchant se conocieron en 1961 y desde entonces conformaron una de las alianzas creativas más reconocibles de la historia del cine. Merchant falleció en mayo de 2005, apenas finalizado el rodaje de La condesa blanca (The white countess), por lo que este film representa la última colaboración de la dupla. Una despedida tenue y un poco distraída.
La película se propone recrear la China del período de entreguerras. En 1936 Shangai es una ciudad cosmopolita que congrega a refugiados políticos, extranjeros de paso, comerciantes, militares, dandys y espías. Afectada también por las guerras civiles entre nacionalistas y comunistas, China debe enfrentar la inminente invasión de Japón. En este marco se conocen los dos protagonistas del film: Todd Jackson (Ralph Fiennes), un ex diplomático ciego que ha perdido a su hija, y Sofía Belinskya (Natasha Richardson), una condesa rusa que sobrevive en condiciones de hacinamiento junto a miembros de su familia aristocrática, todos ellos expatriados tras la revolución bolchevique. Sofía es viuda, tiene una hija, y para mantener a los suyos debe trabajar como bailarina y “dama de compañía” en la noche de Shangai. El caballero se enamora de la enigmática mujer y la contrata para que con sus encantos administre un club nocturno que está por inaugurar.
Es difícil encontrar en la carrera de Ivory otro film con un contexto político tan complejo como el que muestra La condesa blanca. Como era de esperar, la reconstrucción de época es minuciosa y no faltan datos que permitan intuir la convulsión del período, pero la ambientación apenas funciona como un pintoresco telón de fondo. Lo remilgado de la puesta en escena compite con la trascendencia del conflicto central, y la acción dramática queda atorada en la hipertrofia de la dirección de arte. Cada encuadre es una pulseada en donde el actor disputa el espacio con el decorado.
Evidentemente el realizador se mueve con más soltura en el terreno de los dramas intimistas como Sr y Sra Bridge, Lo que queda del día, La hija de un soldado nunca llora, o en las trasposiciones literarias motorizadas por héroes románticos bien definidos (Los Bostonianos, Un amor en Florencia). El problema del nuevo film es que no tiene confianza en sus personajes principales: el guión -a cargo del escritor japonés Kazuo Ishiguro- priva a Fiennes y Richardson de la entidad necesaria para sobrellevar el relato. Sin justificación alguna, la narración por momentos se dispersa y abandona el punto de vista de los protagonistas.
Es una pena, porque la historia no carece de criaturas interesantes. La melancólica condesa que compone Richardson, por ejemplo: una bella y delicada mujer obligada a soportar a una familia que la denigra por su trabajo nocturno, a pesar de que todos viven gracias a ella. Vanesa y Lynn Redgrave interpretan a dos hermanas dentro ese grupo de aristócratas descastados incapaces de asumir y elaborar su nueva situación social.
Había mucha fuerza en el universo sugerido por La condesa blanca, pero el director no supo explotarla. Al film le falta edición y sus 134 minutos de duración se hacen sentir. Un cierto embrujo persiste, sin embargo, y el ojo parece apegarse con deleite a esa superficie hecha de hermosos detalles, texturas envolventes y perfecta fotografía. Tal vez sea la nostalgia que domina la atmósfera. Merchant nos saluda por última vez desde un barco lujoso, y se lleva con él una forma muy personal de concebir la producción cinematográfica.
La película se propone recrear la China del período de entreguerras. En 1936 Shangai es una ciudad cosmopolita que congrega a refugiados políticos, extranjeros de paso, comerciantes, militares, dandys y espías. Afectada también por las guerras civiles entre nacionalistas y comunistas, China debe enfrentar la inminente invasión de Japón. En este marco se conocen los dos protagonistas del film: Todd Jackson (Ralph Fiennes), un ex diplomático ciego que ha perdido a su hija, y Sofía Belinskya (Natasha Richardson), una condesa rusa que sobrevive en condiciones de hacinamiento junto a miembros de su familia aristocrática, todos ellos expatriados tras la revolución bolchevique. Sofía es viuda, tiene una hija, y para mantener a los suyos debe trabajar como bailarina y “dama de compañía” en la noche de Shangai. El caballero se enamora de la enigmática mujer y la contrata para que con sus encantos administre un club nocturno que está por inaugurar.
Es difícil encontrar en la carrera de Ivory otro film con un contexto político tan complejo como el que muestra La condesa blanca. Como era de esperar, la reconstrucción de época es minuciosa y no faltan datos que permitan intuir la convulsión del período, pero la ambientación apenas funciona como un pintoresco telón de fondo. Lo remilgado de la puesta en escena compite con la trascendencia del conflicto central, y la acción dramática queda atorada en la hipertrofia de la dirección de arte. Cada encuadre es una pulseada en donde el actor disputa el espacio con el decorado.
Evidentemente el realizador se mueve con más soltura en el terreno de los dramas intimistas como Sr y Sra Bridge, Lo que queda del día, La hija de un soldado nunca llora, o en las trasposiciones literarias motorizadas por héroes románticos bien definidos (Los Bostonianos, Un amor en Florencia). El problema del nuevo film es que no tiene confianza en sus personajes principales: el guión -a cargo del escritor japonés Kazuo Ishiguro- priva a Fiennes y Richardson de la entidad necesaria para sobrellevar el relato. Sin justificación alguna, la narración por momentos se dispersa y abandona el punto de vista de los protagonistas.
Es una pena, porque la historia no carece de criaturas interesantes. La melancólica condesa que compone Richardson, por ejemplo: una bella y delicada mujer obligada a soportar a una familia que la denigra por su trabajo nocturno, a pesar de que todos viven gracias a ella. Vanesa y Lynn Redgrave interpretan a dos hermanas dentro ese grupo de aristócratas descastados incapaces de asumir y elaborar su nueva situación social.
Había mucha fuerza en el universo sugerido por La condesa blanca, pero el director no supo explotarla. Al film le falta edición y sus 134 minutos de duración se hacen sentir. Un cierto embrujo persiste, sin embargo, y el ojo parece apegarse con deleite a esa superficie hecha de hermosos detalles, texturas envolventes y perfecta fotografía. Tal vez sea la nostalgia que domina la atmósfera. Merchant nos saluda por última vez desde un barco lujoso, y se lleva con él una forma muy personal de concebir la producción cinematográfica.
viernes, 7 de septiembre de 2007
Tal vez no dé lo mismo...
Mientras tanto
Nos moriremos todos,
todos cuantos nos hemos mirado,
de frente o de reojo,
tocado o conversado u olvidado.
Nos moriremos uno a uno, francamente,
de este gran imposible que es la muerte.
También se morirá el color negro de mi perro,
el color blanco de tu voz,
el color hueco de este día.
Y mientras tanto
haremos una cosa u otra cosa,
ya no tan francamente,
¿pero qué importa lo que haremos?
Tal vez diera lo mismo
que mi perro tuviese el color blanco,
que tu voz fuera negra
o que este día nos tiñese de dios.
O tal vez no dé lo mismo
Y ahí recién empiece la cuestión.
Roberto Juarroz
Nos moriremos todos,
todos cuantos nos hemos mirado,
de frente o de reojo,
tocado o conversado u olvidado.
Nos moriremos uno a uno, francamente,
de este gran imposible que es la muerte.
También se morirá el color negro de mi perro,
el color blanco de tu voz,
el color hueco de este día.
Y mientras tanto
haremos una cosa u otra cosa,
ya no tan francamente,
¿pero qué importa lo que haremos?
Tal vez diera lo mismo
que mi perro tuviese el color blanco,
que tu voz fuera negra
o que este día nos tiñese de dios.
O tal vez no dé lo mismo
Y ahí recién empiece la cuestión.
Roberto Juarroz
jueves, 6 de septiembre de 2007
Las Dos Torres, de Peter Jackson
“La literatura de las epifanías, los monstruos y las maravillas -escribe el ensayista Luigi Volta - representa para muchos un vehículo ideal para una verdad soñada, y se torna así literatura ideal y utópica, como por ejemplo, para John Ronald Reuel Tolkien. Tolkien considera lo fantástico como una perfecta alusión a un ‘bien’ imaginario, algo equivalente a un sueño de salvación y elevación”. Para Tolkien, la fantasía constituye una actividad esencial para buscar respuestas a los misterios de la vida. Con ese objetivo concibió “El Señor de los Anillos”, frondosa novela que para muchos es la cumbre de la literatura del siglo XX. Prístina alegoría, con sus insólitas criaturas, sus héroes intrépidos y también tímidos, sus montañas infinitas y reveladores senderos, “El Señor de los Anillos” es una historia que intenta, más allá de lo fabuloso, explicar este mundo concreto que nos contiene para así comprender, aunque sea de manera tentativa, ese peligroso motor que lo mueve y que solemos llamar “alma humana”.
Trasponer a la pantalla un libro tan emblemático requiere una ambición ciega, titánica, quizás más grande que la del propio Tolkien. Con La Comunidad del Anillo, exquisito primer film de la trilogía, el realizador australiano Peter Jackson (Criaturas Celestiales) demostró estar a la altura de las circunstancias. El estreno de la segunda película, Las Dos Torres, disuelve todo resquicio de duda acerca de su talento y confirma que esta saga puede fácilmente convertirse en una de las obras más importantes en la historia del cine, ya que es probable que la última parte -El Regreso del Rey- conserve la calidad.
Sin preámbulos ni raccontos que describan lo ocurrido anteriormente, Las Dos Torres nos ubica directamente en el punto en donde terminaba la primera película. Después de la sorpresiva desaparición del mago Gandalf (Ian McKellen), la Comunidad se encuentra dividida en tres grupos dispersos por la Tierra Media. Estos tres ejes narrativos, de tonos muy diferentes, no confluyen en ningún segmento del relato, aunque la inteligente estructura del guión logra alternar entre ellos sin retraer el dinamismo ni el interés de la historia.
Perdidos en el monte Doom, Frodo (Elijah Wood) y Sam (Sean Astin) intentan retomar la ruta hacia Mordor cuando se cruzan con Gollum (voz de Andy Sarkis), extraño personaje que fue una vez portador del anillo y ahora quiere recuperarlo. Mientras tanto, los hobbits cautivos Merry (Domonic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) logran escapar de los horribles Uruks y hallan refugio en el bosque prohibido de Fangorn, donde descubren a un curioso árbol milenario. Por su parte, el guerrero Aragorn (Viggo Mortensen), el elfo arquero Legolas (Orlando Bloom) y el enano Gimli (John-Rhys Davies) se dirigen hacia el sitiado reino de Rohan para advertirle al rey Théoden (Bernard Hill) que la guerra es inminente. Los habitantes de Rohan, con ayuda de los elfos, deberán luchar contra el ejército de diez mil orcos que responden al brujo Saruman (Christopher Lee), quien desde su fortaleza, la Torre Orthanc, está dispuesto a las crueldades más insospechadas con el fin dominar el mundo. El otro gran villano de la historia, el Señor Oscuro Saurón, aún permanece como un enemigo intangible, recluido en la Torre Barad-dûr en las negras profundidades de Mordor.
Las Dos Torres es una opulenta aventura épica, una arrolladora sinfonía de efectos especiales, con imágenes que superan todo lo visto hasta ahora en materia de diseño visual. En este plano sobresalen las secuencias de la impresionante batalla en el Abismo de Helm, que acapara la mayor tensión de la película. Pero Jackson jamás permite que lo suntuoso obture lo intimista y por eso todos los personajes presentados en el primer film tienen espacio para evolucionar en esta segunda parte. Hay más detalles sobre sus relaciones, más diálogos y más luz sobre las disputas entre pueblos y razas. También está enfatizada con acierto la veta romántica, ya que el guión se adentra en el drama de Aragorn (inolvidable actuación de Mortensen) y la etérea elfa Arwen (Liv Tyler), a quienes se suma ahora la enamorada Eowyn (Miranda Otto), princesa de Rohan, para conformar un triángulo amoroso.
En Las Dos Torres la lucha entre el Bien y el Mal excede a la simple oposición entre bandos o territorios. Esa lucha se traslada al interior de los personajes, a las contradicciones del alma, abriendo la puerta filosófica -y melancólica- del film. Este aspecto está reflejado en el sufrimiento de Frodo (fino trabajo de Wood), que atraviesa confusos estados de ánimo debido al dolor que implica cargar con el anillo de Saurón. Aunque sin dudas el gran protagonista en esta ambigüedad es el rencoroso Gollum, extraordinaria criatura totalmente digitalizada pero tan expresiva en gestos y emociones como cualquiera de los intérpretes de carne y hueso.
Las tres horas de proyección se esfuman fugazmente sin que podamos percibirlo, en pleno trance hacia la efusiva Tierra Media. Un trance fascinante, lúdico, aunque nunca hipnótico. Tal vez sea por la fuerza alegórica de la historia, o quizás gracias al genio artístico de Tolkien, durante la visión aparece un delgadísimo hilo perceptivo que, a partir de la excelsa fantasía, nos mantiene siempre sujetos a la realidad que escapa a la sala del cine. “¿Cómo llegamos a esto?”, se pregunta desconcertado el rey Théoden, inmerso en el caos de la batalla, cuando miles de orcos furiosos están al borde de aniquilar a familias enteras. Es un instante de angustia que parece detener el tiempo para que los espectadores, junto con el film, nos hagamos la misma pregunta: cómo llegamos a esto. Cómo empezó la locura, por qué seguimos. Cómo es posible que el ser humano, dueño de ideales nobles, creador de relatos tan bellos como "El Señor de los Anillos" y artífice de experiencias estéticas tan sublimes como la que puede ofrecer esta película, sea a la vez capaz de tanto odio, de tantas humillaciones cotidianas, eterno verdugo de sí mismo, culpable de la miseria de su raza, impulsor de esta devastación apocalíptica derivada de su sed de poder.
Trasponer a la pantalla un libro tan emblemático requiere una ambición ciega, titánica, quizás más grande que la del propio Tolkien. Con La Comunidad del Anillo, exquisito primer film de la trilogía, el realizador australiano Peter Jackson (Criaturas Celestiales) demostró estar a la altura de las circunstancias. El estreno de la segunda película, Las Dos Torres, disuelve todo resquicio de duda acerca de su talento y confirma que esta saga puede fácilmente convertirse en una de las obras más importantes en la historia del cine, ya que es probable que la última parte -El Regreso del Rey- conserve la calidad.
Sin preámbulos ni raccontos que describan lo ocurrido anteriormente, Las Dos Torres nos ubica directamente en el punto en donde terminaba la primera película. Después de la sorpresiva desaparición del mago Gandalf (Ian McKellen), la Comunidad se encuentra dividida en tres grupos dispersos por la Tierra Media. Estos tres ejes narrativos, de tonos muy diferentes, no confluyen en ningún segmento del relato, aunque la inteligente estructura del guión logra alternar entre ellos sin retraer el dinamismo ni el interés de la historia.
Perdidos en el monte Doom, Frodo (Elijah Wood) y Sam (Sean Astin) intentan retomar la ruta hacia Mordor cuando se cruzan con Gollum (voz de Andy Sarkis), extraño personaje que fue una vez portador del anillo y ahora quiere recuperarlo. Mientras tanto, los hobbits cautivos Merry (Domonic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) logran escapar de los horribles Uruks y hallan refugio en el bosque prohibido de Fangorn, donde descubren a un curioso árbol milenario. Por su parte, el guerrero Aragorn (Viggo Mortensen), el elfo arquero Legolas (Orlando Bloom) y el enano Gimli (John-Rhys Davies) se dirigen hacia el sitiado reino de Rohan para advertirle al rey Théoden (Bernard Hill) que la guerra es inminente. Los habitantes de Rohan, con ayuda de los elfos, deberán luchar contra el ejército de diez mil orcos que responden al brujo Saruman (Christopher Lee), quien desde su fortaleza, la Torre Orthanc, está dispuesto a las crueldades más insospechadas con el fin dominar el mundo. El otro gran villano de la historia, el Señor Oscuro Saurón, aún permanece como un enemigo intangible, recluido en la Torre Barad-dûr en las negras profundidades de Mordor.
Las Dos Torres es una opulenta aventura épica, una arrolladora sinfonía de efectos especiales, con imágenes que superan todo lo visto hasta ahora en materia de diseño visual. En este plano sobresalen las secuencias de la impresionante batalla en el Abismo de Helm, que acapara la mayor tensión de la película. Pero Jackson jamás permite que lo suntuoso obture lo intimista y por eso todos los personajes presentados en el primer film tienen espacio para evolucionar en esta segunda parte. Hay más detalles sobre sus relaciones, más diálogos y más luz sobre las disputas entre pueblos y razas. También está enfatizada con acierto la veta romántica, ya que el guión se adentra en el drama de Aragorn (inolvidable actuación de Mortensen) y la etérea elfa Arwen (Liv Tyler), a quienes se suma ahora la enamorada Eowyn (Miranda Otto), princesa de Rohan, para conformar un triángulo amoroso.
En Las Dos Torres la lucha entre el Bien y el Mal excede a la simple oposición entre bandos o territorios. Esa lucha se traslada al interior de los personajes, a las contradicciones del alma, abriendo la puerta filosófica -y melancólica- del film. Este aspecto está reflejado en el sufrimiento de Frodo (fino trabajo de Wood), que atraviesa confusos estados de ánimo debido al dolor que implica cargar con el anillo de Saurón. Aunque sin dudas el gran protagonista en esta ambigüedad es el rencoroso Gollum, extraordinaria criatura totalmente digitalizada pero tan expresiva en gestos y emociones como cualquiera de los intérpretes de carne y hueso.
Las tres horas de proyección se esfuman fugazmente sin que podamos percibirlo, en pleno trance hacia la efusiva Tierra Media. Un trance fascinante, lúdico, aunque nunca hipnótico. Tal vez sea por la fuerza alegórica de la historia, o quizás gracias al genio artístico de Tolkien, durante la visión aparece un delgadísimo hilo perceptivo que, a partir de la excelsa fantasía, nos mantiene siempre sujetos a la realidad que escapa a la sala del cine. “¿Cómo llegamos a esto?”, se pregunta desconcertado el rey Théoden, inmerso en el caos de la batalla, cuando miles de orcos furiosos están al borde de aniquilar a familias enteras. Es un instante de angustia que parece detener el tiempo para que los espectadores, junto con el film, nos hagamos la misma pregunta: cómo llegamos a esto. Cómo empezó la locura, por qué seguimos. Cómo es posible que el ser humano, dueño de ideales nobles, creador de relatos tan bellos como "El Señor de los Anillos" y artífice de experiencias estéticas tan sublimes como la que puede ofrecer esta película, sea a la vez capaz de tanto odio, de tantas humillaciones cotidianas, eterno verdugo de sí mismo, culpable de la miseria de su raza, impulsor de esta devastación apocalíptica derivada de su sed de poder.
miércoles, 5 de septiembre de 2007
Frida, de Julie Taymor
Basado en la biografía escrita por Hayden Herrera, el film Frida propone un acercamiento a la vida y la obra de Frida Kahlo, la genial pintora mexicana que brilló en la primera mitad del siglo XX. Como resulta imposible sintetizar en dos horas la impresionante historia de esta mujer, los guionistas eligieron situar el eje del relato en el lazo que la unió al muralista Diego Rivera. Esto significa que otros aspectos fundamentales en el universo de Kahlo -su militancia a favor de la revolución comunista, su sensibilidad social, su aporte al surrealismo, sus amistades políticas- son abordados de manera marginal. En consecuencia, Frida es un retrato con luces y sombras.
Se trata del segundo largometraje de Julie Taymor, norteamericana que proviene del teatro y que en 1999 dirigió a Anthony Hopkins en Titus. Desde su barroca concepción del cine, la realizadora estructura la película como un collage, pasando de escenas con un moderno diseño multimedia a otras dignas del más arcaico culebrón. La idea es traducir en la pantalla el vigor plástico del arte de Kahlo: famosas telas que entran en movimiento, o acciones que se congelan para convertirse en cuadros, recursos similares a los empleados por Carlos Saura en Goya. El despliegue visual de Frida es un agasajo para los ojos del espectador, pero no es suficiente. Perdido en un fluir de viñetas pintorescas, el guión no logra encontrar el ángulo desde el cual exponer los motivos que hicieron de esta artista un ícono de la cultura. Varias situaciones están mal resueltas y los diálogos, en ocasiones, alcanzan un insólito grado de banalidad.
Para la actriz mexicana Salma Hayek, también productora del film, este papel representa el primer gran protagónico de su carrera. Su interpretación es correcta, por instantes conmovedora, aunque cuesta bastante asociar su imagen con el enigmático porte de Kahlo. El británico Alfred Molina, por su parte, luce muy cómodo en la piel de un Diego Rivera maniático y tierno. El compromiso con los ideales marxistas está mejor elaborado en el personaje de Diego que en el de Frida.
Como toda coproducción que se precie de tal, la película congrega en su elenco a figuras de diversas procedencias. La argentina Mia Maestro -pareja de Miguel Ángel Solá en Tango- interpreta a Christina, la hermana de Kahlo. La actriz de origen italiano Valeria Golino (Rain Man) compone con gracia a Lupe Marín, primera esposa de Rivera. El español Antonio Banderas personifica fugazmente al pintor David Siqueiros, mientras la norteamericana Ashley Judd finge un inglés rústico al encarnar a la fotógrafa italiana Tina Modotti. Edward Norton hace de Nelson Rockefeller y un distraído Geoffrey Rush caracteriza al gran León Trotsky. También el poeta y teórico del surrealismo André Breton desfila en un cameo casi imperceptible.
Esta galería de personajes aporta poco a la semblanza de la pintora; simplemente aparecen para certificar su roce con los pensadores y artistas más destacados de la época. Todos hablan el único idioma vendible en Hollywood, exceptuando los insultos y cánticos revolucionarios. La película habría ganado en espesor y frescura de haber sido hablada en español. De hecho, la misma Hayek actúa mejor cuando trabaja en su lengua nativa (basta recordar El callejón de los milagros o El coronel no tiene quien le escriba). Pero en fin... ya conocemos los dictados del marketing.
Con todos los reparos ya señalados, Frida es una película que puede verse. Es colorida, está narrada con ritmo y genera en el espectador genuinas ganas de seguir conociendo e investigando al personaje principal (objetivo mínimo para un biopic). Eso sí: la contemplación de cualquiera de los cuadros de Kahlo que se atisban durante la proyección ofrece una experiencia mucho más excitante que la película toda.
Se trata del segundo largometraje de Julie Taymor, norteamericana que proviene del teatro y que en 1999 dirigió a Anthony Hopkins en Titus. Desde su barroca concepción del cine, la realizadora estructura la película como un collage, pasando de escenas con un moderno diseño multimedia a otras dignas del más arcaico culebrón. La idea es traducir en la pantalla el vigor plástico del arte de Kahlo: famosas telas que entran en movimiento, o acciones que se congelan para convertirse en cuadros, recursos similares a los empleados por Carlos Saura en Goya. El despliegue visual de Frida es un agasajo para los ojos del espectador, pero no es suficiente. Perdido en un fluir de viñetas pintorescas, el guión no logra encontrar el ángulo desde el cual exponer los motivos que hicieron de esta artista un ícono de la cultura. Varias situaciones están mal resueltas y los diálogos, en ocasiones, alcanzan un insólito grado de banalidad.
Para la actriz mexicana Salma Hayek, también productora del film, este papel representa el primer gran protagónico de su carrera. Su interpretación es correcta, por instantes conmovedora, aunque cuesta bastante asociar su imagen con el enigmático porte de Kahlo. El británico Alfred Molina, por su parte, luce muy cómodo en la piel de un Diego Rivera maniático y tierno. El compromiso con los ideales marxistas está mejor elaborado en el personaje de Diego que en el de Frida.
Como toda coproducción que se precie de tal, la película congrega en su elenco a figuras de diversas procedencias. La argentina Mia Maestro -pareja de Miguel Ángel Solá en Tango- interpreta a Christina, la hermana de Kahlo. La actriz de origen italiano Valeria Golino (Rain Man) compone con gracia a Lupe Marín, primera esposa de Rivera. El español Antonio Banderas personifica fugazmente al pintor David Siqueiros, mientras la norteamericana Ashley Judd finge un inglés rústico al encarnar a la fotógrafa italiana Tina Modotti. Edward Norton hace de Nelson Rockefeller y un distraído Geoffrey Rush caracteriza al gran León Trotsky. También el poeta y teórico del surrealismo André Breton desfila en un cameo casi imperceptible.
Esta galería de personajes aporta poco a la semblanza de la pintora; simplemente aparecen para certificar su roce con los pensadores y artistas más destacados de la época. Todos hablan el único idioma vendible en Hollywood, exceptuando los insultos y cánticos revolucionarios. La película habría ganado en espesor y frescura de haber sido hablada en español. De hecho, la misma Hayek actúa mejor cuando trabaja en su lengua nativa (basta recordar El callejón de los milagros o El coronel no tiene quien le escriba). Pero en fin... ya conocemos los dictados del marketing.
Con todos los reparos ya señalados, Frida es una película que puede verse. Es colorida, está narrada con ritmo y genera en el espectador genuinas ganas de seguir conociendo e investigando al personaje principal (objetivo mínimo para un biopic). Eso sí: la contemplación de cualquiera de los cuadros de Kahlo que se atisban durante la proyección ofrece una experiencia mucho más excitante que la película toda.
martes, 4 de septiembre de 2007
El Crimen del Padre Amaro, de Carlos Carrera
Polémica, escándalo y controversia son términos afines que escoltaron desde el principio la campaña publicitaria de El Crimen del Padre Amaro, film mexicano que logró un inusitado éxito de taquilla en su país de origen y que probablemente obtenga una nominación al Oscar el próximo mes. La película propone, básicamente, una mirada crítica sobre la vetustez doctrinaria y la corrupción de la Iglesia Católica. Pero su real capacidad para activar la mentada polémica, desbaratar la escala de valores establecida o al menos provocar un ínfimo escozor, depende sobre todo del imaginario del público que la recibe.
El espectador argentino, acostumbrado ya a los mediáticos “pecados” de los religiosos vernáculos y conocedor de la nefasta connivencia de la Iglesia con las dictaduras asesinas, no puede sorprenderse ni alarmarse ante los hechos narrados en el film. Uno presume que en el México profundo, donde el culto católico aparenta ser más firme, una historia de este tenor podría resultar novedosa o audaz. Sin embargo, las reseñas que allí deparó la película tampoco denotan asombro ni desmedidas ofensas. Lo cual confirma que todos, en cualquier parte del mundo, sabemos perfectamente que estas prácticas clericales -y otras todavía peores- tienen cabida en la realidad. Lamentablemente, El Crimen del Padre Amaro, si bien consigue una aceptable descripción, carece de la potencia necesaria para convertirse en una verdadera denuncia.
Las actuaciones y la gracia de algunas escenas bien resueltas salvan a El Crimen del Padre Amaro del completo descalabro. En los personajes secundarios hay ciertos hallazgos, como por ejemplo la bruja Dionisia (Luisa Huertas), representante del arraigo de la religión y el esoterismo en las comunidades de provincia. Los intérpretes fueron bien elegidos, especialmente la pareja protagonista: la intensa Ana Claudia Talancón y el notable Gael García Bernal. Es en la curiosa construcción del personaje de Amaro en donde la película encuentra un fuerte punto a favor. Sus reacciones frente a los hechos oscuros que observa no son precisamente cándidas y esto hace que su progresión dramática sea difícil de predecir. El joven que parecía tímido y fiel a la palabra de Dios no tarda demasiado en develar un costado manipulador y oportunista. Nadie más indicado para este papel que el actor de Amores Perros, con su rostro tierno y esa mirada tan diáfana como sensualmente perversa.
El espectador argentino, acostumbrado ya a los mediáticos “pecados” de los religiosos vernáculos y conocedor de la nefasta connivencia de la Iglesia con las dictaduras asesinas, no puede sorprenderse ni alarmarse ante los hechos narrados en el film. Uno presume que en el México profundo, donde el culto católico aparenta ser más firme, una historia de este tenor podría resultar novedosa o audaz. Sin embargo, las reseñas que allí deparó la película tampoco denotan asombro ni desmedidas ofensas. Lo cual confirma que todos, en cualquier parte del mundo, sabemos perfectamente que estas prácticas clericales -y otras todavía peores- tienen cabida en la realidad. Lamentablemente, El Crimen del Padre Amaro, si bien consigue una aceptable descripción, carece de la potencia necesaria para convertirse en una verdadera denuncia.
El film, quinto largometraje del realizador Carlos Carrera, está inspirado en una novela que el escritor portugués José María Eça de Queiroz publicó en 1875. El guionista Vicente Leñero adaptó la trama a la actualidad, aunque en la película no hay ninguna referencia histórica explícita. La acción comienza cuando el Padre Amaro (Gael García Bernal), especialmente recomendado por el Obispo (Ernesto Gómez Cruz), viaja al pequeño pueblo de Los Reyes para integrar la parroquia del Padre Benito (Sancho Gracia). En el lugar Amaro se vincula con tres personas que hacen tambalear su fe: Benito, cura ortodoxo en el discurso pero ambiguo en sus costumbres; la catequista Amelia (Ana Claudia Talancón), una bella adolescente que pronto se enamora del sacerdote recién llegado; y el Padre Natalio (Damián Alcázar), quien defiende la Teología de la Liberación y trabaja en la sierra con una comunidad de campesinos y guerrilleros. El lazo de Benito con el narcotráfico permite desnudar la hipocresía de la Iglesia y su tráfico de influencias, mientras que la relación con Amelia impone la pregunta por el sentido del celibato. Al mismo tiempo, el pensamiento revolucionario de Natalio cuestiona la responsabilidad de la institución frente a la miseria social imperante en el país. El guión plantea estos complejos temas pero no logra ir más allá de la simple exposición.
Desde una rígida linealidad narrativa, el director pone todas las cartas sobre la mesa y se conforma con eso, sin animarse a jugarlas, sin arriesgarse a atravesar los conflictos para abrir una discusión ideológica que instaure una hipotética posibilidad de cambio. Hacia el final, la línea política del film se disuelve en una nebulosa de apuntes cínicos. Y el recatado humor de las primeras secuencias desaparece cuando el relato cobra un tono adusto y una impronta convencional que contraen la energía combativa que la historia reclamaba. El impacto emotivo es mucho más débil de lo esperado y se extraña el nervio trágico de un Arturo Ripstein (El Santo Oficio, El evangelio de las maravillas), cuyo padre, Alfredo Ripstein, es productor de la película.
Las actuaciones y la gracia de algunas escenas bien resueltas salvan a El Crimen del Padre Amaro del completo descalabro. En los personajes secundarios hay ciertos hallazgos, como por ejemplo la bruja Dionisia (Luisa Huertas), representante del arraigo de la religión y el esoterismo en las comunidades de provincia. Los intérpretes fueron bien elegidos, especialmente la pareja protagonista: la intensa Ana Claudia Talancón y el notable Gael García Bernal. Es en la curiosa construcción del personaje de Amaro en donde la película encuentra un fuerte punto a favor. Sus reacciones frente a los hechos oscuros que observa no son precisamente cándidas y esto hace que su progresión dramática sea difícil de predecir. El joven que parecía tímido y fiel a la palabra de Dios no tarda demasiado en develar un costado manipulador y oportunista. Nadie más indicado para este papel que el actor de Amores Perros, con su rostro tierno y esa mirada tan diáfana como sensualmente perversa.
lunes, 3 de septiembre de 2007
La Llamada, de Gore Verbinski
Para disfrutar de un film como La Llamada (The Ring), es fundamental tener cierta afinidad por el terror, un género hoy prácticamente derruido por la nulidad creativa de Hollywood, que sólo atina a resucitar a Jason Voorhees, Michael Myers y Hannibal Lecter para conformar a los entusiastas del miedo, cuando no relega el asunto en cansinas estudiantinas o en apresurados empalmes con la ciencia-ficción. Pero el miedo es una materia delicada que exige ingenio, cintura y pulso a la hora de esculpir el escalofrío. The Blairwitch Project (Myrick-Sánchez), Los Otros (Alejandro Amenábar) y Jeeper Creepers (Victor Salva) son algunos de los pocos estrenos atendibles del último tiempo que realmente lograron tensar los resortes del terror, cometido que ahora también cumple La Llamada.
Se trata de una remake del film japonés Ringu, dirigido por Hideo Nakata en 1998 y basado en una serie de novelas escritas por Koji Suzuki. En su país de origen Ringu alcanzó récords de taquilla y se volvió un fenómeno de culto que derivó en secuelas cinematográficas, programas de televisión, revistas y abultado merchandising. Tentada por el furor, la compañía Dreamworks compró los derechos y encargó la adaptación al guionista Ehren Kruger (Scream 3) y al realizador Gore Verbinski (Piratas del Caribe), dos señores cuyos citados antecedentes no eran precisamente alentadores. El papel protagónico de Naomi Watts, la maravillosa actriz de Mulholland Drive, parecía ser lo único atrayente de la La Llamada. Pero resultó una sorpresa: más allá de sus errores, el film posee una innegable capacidad para asustar.
El conflicto gira alrededor de un videocassette "maldito". Según cuenta la leyenda, la persona que mira ese video recibe inmediatamente una llamada telefónica informando que le restan siete días de vida. La periodista Rachel Keller (Watts) se interesa por el caso al sospechar que su sobrina adolescente, recién fallecida, podría haber sido víctima de la extraña maldición. Rachel encuentra el cassette y marca su propia sentencia de muerte cuando decide ver su contenido: imágenes surrealistas, incoherentes, aterradoras. Estas imágenes, otras pistas, las noticias de viejos diarios y algunas intuiciones parecen indicar que hace muchos años una mujer desapareció llevándose un terrible secreto. Y hay una niña que no quiere que ese secreto permanezca oculto.
El terror siempre debe reservar un margen de acción para lo insondable. Esta versión parece iluminar ciertos puntos negros de la historia que el film de Nakata abordaba con mayor sutileza (aunque también hacía que Ringu fuera más fría y lejana). En algunas escenas La Llamada impone explicaciones sin necesidad, especialmente a través del forzado personaje de Aidan (David Dorfman), el hijo de Rachel. Si bien funciona como puente con el más allá y desata los nudos del enigma que son esquivos a su madre, la intervención del chico resulta redundante y apenas consigue ser una gélida copia de otros clásicos niños-psíquicos (Poltergeist, Sexto Sentido). Esto no significa que la película carezca de intriga. Todo el relato está propulsado por un vigoroso misterio, pronunciado por la tétrica atmósfera que surca los paisajes azulados y húmedos de Seattle. Por otro lado, el guión sabe aprovechar el recurso del video para construir esa brumosa frontera en donde lo real se torna pesadilla, y donde las imágenes ponen de manifiesto letales presagios.
Siguiendo la línea de films como Sexto Sentido, Ecos Mortales y El Espinazo del Diablo, en el corazón de La Llamada habita un fantasma de carácter vindicativo, un espectro que aboga por cierta clase de justicia, en busca de testigos que fulminen la impunidad. El espanto vuelve a alojarse en esa dimensión metafísica que divide el marasmo de los vivos del vehemente mundo de los muertos sin paz. Además de perpetuar el infierno circular de los mitos urbanos, el inquietante desenlace del film propone un peculiar giro en las intenciones que tradicionalmente mueven a estos nuevos personajes-fantasmas, convirtiendo a la película en un producto distinto de los arriba mencionados. Una obra más compleja, y también más cruel.
Se trata de una remake del film japonés Ringu, dirigido por Hideo Nakata en 1998 y basado en una serie de novelas escritas por Koji Suzuki. En su país de origen Ringu alcanzó récords de taquilla y se volvió un fenómeno de culto que derivó en secuelas cinematográficas, programas de televisión, revistas y abultado merchandising. Tentada por el furor, la compañía Dreamworks compró los derechos y encargó la adaptación al guionista Ehren Kruger (Scream 3) y al realizador Gore Verbinski (Piratas del Caribe), dos señores cuyos citados antecedentes no eran precisamente alentadores. El papel protagónico de Naomi Watts, la maravillosa actriz de Mulholland Drive, parecía ser lo único atrayente de la La Llamada. Pero resultó una sorpresa: más allá de sus errores, el film posee una innegable capacidad para asustar.
El conflicto gira alrededor de un videocassette "maldito". Según cuenta la leyenda, la persona que mira ese video recibe inmediatamente una llamada telefónica informando que le restan siete días de vida. La periodista Rachel Keller (Watts) se interesa por el caso al sospechar que su sobrina adolescente, recién fallecida, podría haber sido víctima de la extraña maldición. Rachel encuentra el cassette y marca su propia sentencia de muerte cuando decide ver su contenido: imágenes surrealistas, incoherentes, aterradoras. Estas imágenes, otras pistas, las noticias de viejos diarios y algunas intuiciones parecen indicar que hace muchos años una mujer desapareció llevándose un terrible secreto. Y hay una niña que no quiere que ese secreto permanezca oculto.
El terror siempre debe reservar un margen de acción para lo insondable. Esta versión parece iluminar ciertos puntos negros de la historia que el film de Nakata abordaba con mayor sutileza (aunque también hacía que Ringu fuera más fría y lejana). En algunas escenas La Llamada impone explicaciones sin necesidad, especialmente a través del forzado personaje de Aidan (David Dorfman), el hijo de Rachel. Si bien funciona como puente con el más allá y desata los nudos del enigma que son esquivos a su madre, la intervención del chico resulta redundante y apenas consigue ser una gélida copia de otros clásicos niños-psíquicos (Poltergeist, Sexto Sentido). Esto no significa que la película carezca de intriga. Todo el relato está propulsado por un vigoroso misterio, pronunciado por la tétrica atmósfera que surca los paisajes azulados y húmedos de Seattle. Por otro lado, el guión sabe aprovechar el recurso del video para construir esa brumosa frontera en donde lo real se torna pesadilla, y donde las imágenes ponen de manifiesto letales presagios.
Siguiendo la línea de films como Sexto Sentido, Ecos Mortales y El Espinazo del Diablo, en el corazón de La Llamada habita un fantasma de carácter vindicativo, un espectro que aboga por cierta clase de justicia, en busca de testigos que fulminen la impunidad. El espanto vuelve a alojarse en esa dimensión metafísica que divide el marasmo de los vivos del vehemente mundo de los muertos sin paz. Además de perpetuar el infierno circular de los mitos urbanos, el inquietante desenlace del film propone un peculiar giro en las intenciones que tradicionalmente mueven a estos nuevos personajes-fantasmas, convirtiendo a la película en un producto distinto de los arriba mencionados. Una obra más compleja, y también más cruel.
domingo, 2 de septiembre de 2007
Nada que hacer, de Marion Vernoux
“Cuando miro para atrás, siento que nada pasó”, le confiesa Marie (Valeria Bruni Tedeschi) a Pierre (Patrick Dell’Isola). Así sufren el presente los protagonistas de Nada que hacer (Rien à faire, 1999). Tristeza al intuir que a los cuarenta años se llega al final del camino. Miedo a descubrir que, quizás, también puede ser el comienzo de un cambio profundo y una clave para ansiar un poquito (aunque sea una pizca fugaz) de felicidad.
Desempleada, desgastada por la rutina hogareña, con un marido apático (Sergi López) y dos hijos pequeños, Marie se siente terriblemente sola. Una mañana, haciendo compras en un supermercado, cruza miradas con Pierre, un hombre que está desocupado como ella. Y abatido por la misma soledad. Perseguido por las obligaciones, mantenido por su segunda esposa y con una hija a su cargo, Pierre descubre en Marie al único ser que puede darle un palabra de contención, una mano cálida en las tardes heladas del invierno francés. Van juntos a las entrevistas de trabajo, llenan los días con anheladas charlas y deseos solapados. Nace el amor y con él la infidelidad, tan dolorosa y tan necesaria.
Nada que hacer es una película humilde, chiquita, cargada de emoción. La directora francesa Marion Vernoux capta las escenas más intensas de la historia con cámara en mano, eligiendo movimientos que traducen los nervios de la clandestinidad afectiva y embellecen el film con un registro cercano, sincero. Impactante realismo que disimula una fina y lúcida confección detrás de la sencillez.
El pulso femenino de Vernoux late en el rostro luminoso de Valeria Bruni Tedeschi, actriz ideal para dibujar aquellas contradicciones con las que cualquier mujer puede identificarse. Casi todo el relato está conducido por su personaje, aunque hacia el último tramo se produce un quiebre y se pasa al punto de vista de Pierre. Para el espectador resulta más difícil penetrar en las motivaciones de él, por momentos demasiado rígido y distante. Puede flotar la sensación de que el cuadro queda desequilibrado porque el guión no aporta suficientes datos sobre el personaje masculino.
Este punto no reduce, sin embargo, el interés que despierta Nada que hacer. Una película amena que, con seriedad, expone las frustraciones cotidianas, la soledad en la madurez y la necesidad vital del afecto en épocas de crisis. Crisis que hace tiempo dejaron de ser pasajeras para convertirse en eternas compañeras de ruta.
Desempleada, desgastada por la rutina hogareña, con un marido apático (Sergi López) y dos hijos pequeños, Marie se siente terriblemente sola. Una mañana, haciendo compras en un supermercado, cruza miradas con Pierre, un hombre que está desocupado como ella. Y abatido por la misma soledad. Perseguido por las obligaciones, mantenido por su segunda esposa y con una hija a su cargo, Pierre descubre en Marie al único ser que puede darle un palabra de contención, una mano cálida en las tardes heladas del invierno francés. Van juntos a las entrevistas de trabajo, llenan los días con anheladas charlas y deseos solapados. Nace el amor y con él la infidelidad, tan dolorosa y tan necesaria.
Nada que hacer es una película humilde, chiquita, cargada de emoción. La directora francesa Marion Vernoux capta las escenas más intensas de la historia con cámara en mano, eligiendo movimientos que traducen los nervios de la clandestinidad afectiva y embellecen el film con un registro cercano, sincero. Impactante realismo que disimula una fina y lúcida confección detrás de la sencillez.
El pulso femenino de Vernoux late en el rostro luminoso de Valeria Bruni Tedeschi, actriz ideal para dibujar aquellas contradicciones con las que cualquier mujer puede identificarse. Casi todo el relato está conducido por su personaje, aunque hacia el último tramo se produce un quiebre y se pasa al punto de vista de Pierre. Para el espectador resulta más difícil penetrar en las motivaciones de él, por momentos demasiado rígido y distante. Puede flotar la sensación de que el cuadro queda desequilibrado porque el guión no aporta suficientes datos sobre el personaje masculino.
Este punto no reduce, sin embargo, el interés que despierta Nada que hacer. Una película amena que, con seriedad, expone las frustraciones cotidianas, la soledad en la madurez y la necesidad vital del afecto en épocas de crisis. Crisis que hace tiempo dejaron de ser pasajeras para convertirse en eternas compañeras de ruta.
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